a maldición que persigue al maillot arcoíris durante su año de reinado se confirma en el caso de Alaphilippe. Erró en su estreno en la Lieja, festejando el triunfo antes de tiempo. Se liberó venciendo en la Flecha Brabanzona, pero ayer, en el Tour de Flandes, chocó gravemente con una moto, cuando iba escapado junto a Van der Poel y Van Aerts, que se disputaron el triunfo. Van der Poel, nieto de Poulidor, lloraba victorioso en meta, dedicando sus lágrimas a la memoria de su abuelo, fallecido el invierno pasado. Lejos, en el Giro de Italia, Joäo Almeida, resistía en la montaña de Piancavallo, tras hacer una magistral contrarreloj la víspera, en la que daba gusto verle rodar.

¿Y quién es Joäo Almeida? Este joven de 22 años era una promesa desde las categorías inferiores, ganando la Lieja-Bastogne-Lieja sub-23, y quedando segundo en el Girino de la misma categoría. Y en profesionales, en la Vuelta a Burgos de este año, ya mostró destellos de su gran clase. Joäo nació en Caldas de Rainha, una población de 25.000 habitantes a 80 kilómetros de Lisboa, donde hay un estupendo museo de ciclismo, en el que se muestran documentos, maillots, bicicletas, un compendio de historia del ciclismo luso. Allí está la bicicleta del mejor ciclista portugués, Joaquim Agostinho, y las últimas zapatillas que calzó. Me recordó, a otra escala, a un café-museo que hay en Barcelona, la Eroica, donde, rodeado de bicicletas y fetiches ciclistas, puedes tomarte algo. Al verlo, me preguntaba sobre la importancia que la presencia de este museo habrá tenido en la vida de Joäo, para aficionarlo al ciclismo. El museo se fundó en 1999, y Joäo nació un año antes. Una reflexión que hago general, sobre la importancia de la presencia cultural en nuestro entorno, para influir en la juventud. Su influencia no es directa, teledirigida, sino que va permeándose en la vida de los chavales, insertándose en los deseos de manera inconsciente. Por eso es tan importante la existencia de una buena red de museos, bibliotecas, teatros, espacios para la inteligencia, la memoria, la cultura, porque de ellos, sin saber cuándo ni cómo, saldrán mejores artistas, escritores, ciclistas, mejores personas. Espacios que, como los libros, actúan sobre nosotros sin saberlo, a veces sin siquiera leerlos completamente, porque al estar cerca los ojeamos, leemos alguna página, sabemos de qué van, igual que la existencia y el anuncio de un museo; su sola presencia nos recuerda cosas, nos informa, interviene en nosotros; son máquinas de la memoria.

He dicho Agostinho, el emblema del ciclismo portugués. Una historia trágica. Ganador de doce Campeonatos de Portugal, de cinco etapas del Tour, de tres en la Vuelta, de numerosas carreras, gran gregario de Luis Ocaña. Siendo líder de la Vuelta al Algarve, se le cruzó un perro a 300 metros de la meta, que le hizo caer. Falleció diez días después de un derrame cerebral a consecuencia del golpe.

El ciclismo portugués es singular, aislado, como el país. No frecuentó el pelotón europeo, salvo individualidades como la de Agostinho. Se pensaba que no existía, hasta que, de vez en cuando, llegaban informaciones que hablaban de su popularidad fronteras adentro. Tenían numerosos corredores, equipos como el Oporto y el Benfica, y un intenso calendario. Portugal, un país ligado por el Atlántico con África, y el último país que mantuvo las colonias. Víctima del fascismo como aquí, se libró de él, a diferencia de nosotros, gracias a la popular revolución de los claveles, en 1974. Esa revolución estimuló la lucha antiimperialista en las colonias, en Mozambique, donde estuvo Agostinho, en Cabo Verde, en Angola, donde se luchó por la independencia y contra el vecino y racista régimen del apartheid sudafricano que encarcelaba a Mandela. Por eso Portugal es África y su independencia. Y pensar en el ciclismo portugués me hace pensar en el ciclismo africano. El único continente que queda por sumarse al pelotón. El ciclismo de los años de la posguerra, hasta finales de los setenta, estuvo hegemonizado por los países de vieja tradición ciclista, Francia, Italia, Bélgica, Holanda, España. Con la globalización y el incremento de los intercambios, se sumaron, en la década de los ochenta, el continente australiano, con su pionero Phill Anderson, y el ciclismo americano, con Lemond, Armstrong, con los colombianos; y luego el británico, con la escuela de Mánchester. Y el ciclismo del Este, que vivió su esplendor olímpico en los tiempos del socialismo real, y que se incorporó poco a poco tras la implosión de esas sociedades en los noventa. Sólo falta el ciclismo africano. Para su despliegue hace falta desarrollar las condiciones económicas, materiales, equipos, bicicletas, una base de trabajo desde la infancia, carreras. Para ello también son importantes iniciativas solidarias, como la que realiza en Wukro, Etiopía, el padre Olaran asesorado por Peio Ruiz Cabestany, donde, mediante la bicicleta, buscan recursos para la sanidad local.

Cuando ese desarrollo ocurra, veremos, sin duda, a grandes campeones negros vencer en las mejores carreras, en el Tour, en el Giro. Que recogerán el testigo de aquel gran ciclista estadounidense, afroamericano, Marshall Major Taylor, de Indianápolis, que a principios de siglo veinte, a pesar de todas las dificultades en los racistas y segregacionistas EEUU, a pesar de ser insultado en numerosos velódromos, consiguió ser campeón del mundo de la milla y tener por muchos años el récord de esa distancia. Joäo es Taylor, es Mandela, es África.

A rueda

El portugués resistió en la montaña de Piancavallo, del Giro, tras hacer una magistral contrarreloj la víspera, en la que dio gusto verle rodar