ntramos en lo que han decidido llamar la nueva normalidad. Algunos miramos con incertidumbre y curiosidad el significado de esa expresión, lo que eso realmente será. ¿Si es nueva, será normal? Porque todo lo nuevo resulta ser desconocido, y de la normalidad esperamos lo contrario, lo controlado, la rutina, lo de cada día. Se entiende lo que se nos quiere decir. Debemos volver a lo mismo, ser los mismos, pero no del todo, cambiando algunos hábitos para protegernos. Lo hemos oído repetidamente. A mí me viene a la mente una expresión parecida, aquella que usaban algunos pintores críticos en la Alemana de la República de Weimar en los años 30, la que precedió al nazismo. La bautizaron como la "nueva objetividad". Entre ellos, los famosos George Grosz y Otto Dix. Arte crudo, provocativo y ásperamente crítico, satírico. Representando una crítica a la vuelta al orden preconizada tras la derrota alemana en la I Guerra Mundial. Un orden ante el que ellos no sucumben. Muestran la realidad como es, sin remedos. Y es también un puente con la fallida revolución alemana de Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht en 1919. Al retratar la realidad sin ambages, muestran lo obvio y también lo enigmático, lo que hay detrás, lo que no se quiere ver. Entonces, ¿qué normalidad veremos a partir de hoy? ¿Cómo la pintaremos, la viviremos? ¿Significará volver a lo mismo, al orden anterior? ¿O seremos capaces de mirar la realidad de frente, con todos sus detalles, para ir más allá? Yo prefiero esto último, un realismo nuevo, mágico, que incorpore la mirada propia, es decir el sueño, como preconizaba la "nueva objetividad".

Porque llega la hora de la verdad. De salir a la calle, de proclamar, como dijera nuestro gran poeta Gabriel Celaya, "¡A la calle! Que ya es hora/ de pasearnos a cuerpo/ y mostrar que, pues vivimos,/anunciamos algo nuevo". Ésa es la nueva normalidad necesaria. Hasta ahora no había realidad a la que mirar, solo la obsesiva presencia de la pandemia con sus datos demoledores. Ninguna otra. Sin normalidad posible, pero con sueños, eso sí. Los ciclistas, sobre sus rodillos, sin compañía posible y permitida en las rutas hasta hace poco, se refugiaban en el sueño. Un material necesario en toda actividad como estímulo para el avance, y más en una actividad deportiva. En un letargo tan dilatado, mucho más largo que el lapso de descanso entre una temporada y la siguiente, en el que, agotados, apenas podían sino descansar, olvidarse de todo; pienso que la presencia del sueño habrá sido un elemento nuevo, mucho más presente en la vida de los corredores en sus trincheras. Imagino que en esa soledad habrán cargado las baterías de los anhelos. Y pienso que eso quizá puede proporcionarnos alguna sorpresa en la nueva temporada. Ciclistas que se escapen de su lugar convenido como gregarios, o ayudantes, gracias a que pudieron soñar y soñar durante todo el estado de alarma. Y de tanto soñar se creyeron volver a ser quienes algún día fueron, los indomables e irreverentes corredores de antaño. Porque soñar agudiza la rebeldía, y es posible que asistamos a versiones desconocidas de corredores de los que no esperábamos más que su buen y fiel vasallaje. Soñar nos permite encontrarnos, reconocer quiénes somos de verdad y no quiénes nos dicen que debemos ser, por obligación. Entonces, quizá la nueva normalidad resulte sorprendente, alumbrando corredores nuevos, ciudadanos nuevos, gracias a los ejercicios introvertidos y libres de soñar, de volar con la imaginación, durante todo este tiempo de confinamiento. Yo, al menos, sueño esa revolución. Y así, si vemos ciclistas que pedalean de una manera desconocida en ellos, potente, fluida, vigorosa, que marchan "sin cadena" como se suele decir en el argot, no pensemos de nuevo en el doping, sino en el sueño, el sueño que todo este tiempo de reclusión, desencadenado ya, les ha liberado. Un tiempo en el que se han equipado con la mejor arma, la utopía, el deseo que habían perdido en el trajín cotidiano del oficio, del bregar. Eso es lo nuevo que yo quiero para la normalidad que retomamos.

Estos días hemos visto cómo el belga Gilbert, entrenándose, batía el récord de la subida a La Redoute, una de las célebres cotas en la clásica Lieja-Bastoña-Lieja. Mientras que otros, como Froome, De Gendt o Evenepoel, presumían de sus entrenamientos con longitud extrema, con más de siete horas sobre la bici y medias cercanas a los cuarenta por hora. Eran muestras de ese soñar. Y en ese ejercicio, estoy convencido de que cada uno, sobre los rodillos, en la ruta silenciosa y solitaria, imaginó cómo festejará sus próximas victorias. Cada uno a su manera. Rindiendo sus homenajes. Estarán los que lo brindarán a su bebé recién nacido, a sus seres queridos desaparecidos por el coronavirus señalando metafóricamente con el dedo al cielo, los que se golpearán el pecho satisfechos consigo, o quienes levantarán el puño prometiendo que la lucha sigue. Así ha sido en el ciclismo de siempre. Recuerdo a José Manuel Fuente entrando en meta abriendo la rodilla para homenajear al médico que le curó la pierna. Una celebración que difícilmente veremos será la del homenaje antirracista de estos días, pues lamentablemente apenas hay ciclistas negros en el pelotón, así que la hago yo en mi meta, rodilla en tierra y puño en alto.

A rueda

Los ciclistas, sobre sus rodillos, sin compañía posible y permitida en las rutas hasta hace poco, se refugiaban en el sueño