edaleaba sobre la bicicleta con ansia, paladeando la libertad, la desescalada del confinamiento, cuando me sacudió la bocanada intensa de un aroma dulzón, el olor inconfundible de los tilos en floración. Un perfume exquisito que recomiendo buscar, y que cada año se presenta por estas fechas. Seguí pedaleando embriagado por ese olor, sin importarme las amenazantes nubes negras que se aproximaban, que, poco después, descargaron una lluvia torrencial. Seguí pedaleando bajo el agua, animándome con el recuerdo de algún momento heroico. Recordé un lejano día de la infancia, cuando soñaba con ser un corredor y una tormenta monumental se precipitó sobre mí en la carretera de las cuevas de Landarbaso. Ese día sentí todo lo que es capaz de impulsar un sueño. Ese día me sentí el héroe de un futuro Tour de France que se dibujaba en mi resistencia; sentí que las hazañas futuras se jugaban en ese instante; que si aflojaba nunca llegarían, y que si seguía con tesón, vendrían como recompensa. Recordé aquel lejano día y le di más fuerte a los pedales. Y mientras lo hacía pensaba en la importancia que la climatología va a tener ese año en las carreras, en un calendario que ha quedado desplazado por la pandemia, al final del verano y el otoño.

En dos ocasiones, la lluvia resultó decisiva para impedir el triunfo frente a Eddy Merckx. Quizá las dos únicas veces en las que el caníbal belga estuvo en la lona, derrotado en la plenitud de su carrera. En el Tour de 1971, Luis Ocaña, bajo el sol de los Alpes, camino de Orcières-Merlette, asestó un golpe tremendo a Merckx, sacándole casi nueve minutos. La carrera parecía sentenciada. Ocaña se mostraba superior, a pesar de que el belga no dejaba de atacarle. Pero en los Pirineos, en un día de lluvia pertinaz, Ocaña se cayó descendiendo el col de Menté. Lo vimos por televisión, unas imágenes en blanco y negro memorables, casi como las de Armstrong pisando la Luna. Ocaña cae en una curva, se levanta, pero llega Zoetemelk, que no puede frenar, le embiste, y Ocaña se vuelve a caer. Grita dolorido. No puede moverse. Merckx gana el Tour por la lluvia.

La otra sucedió en el Giro de 1974. El asturiano Fuente, Tarangu, había sometido a todo tipo de torturas a Merckx en la montaña, le había doblegado. Marchaba de líder, con una amplia renta sobre el caníbal, que parecía suficiente para que se llevara el triunfo final, teniendo en cuenta que ya habían disputado la única contrarreloj de la prueba. Pero en una etapa aparentemente anodina, camino de San Remo, entre los repechos, túneles y curvas de la costa de Liguria, bajo un día infernal de frío y lluvia, pilló una pájara descomunal, que le distanció en una minutada de Merckx. De nuevo la lluvia fue fatal.

Y quizá también lo fue en el sexto Tour que no pudo ganar Indurain, un Tour que se desarrolló en un extraño clima lluvioso, que acompañó a los corredores durante la primera mitad de la prueba. Los músculos, mojados, cargados de agua, no responden igual ante las solicitudes del esfuerzo extremo. Y los de Indurain, como los de Ocaña y Fuente, preferían el sol, el calor.

En todas las batallas el tiempo meteorológico es decisivo. Recordé la importancia de la niebla en la batalla de Delium, de los griegos contra los persas. Sócrates, el filósofo, entonces un soldado, avanzaba al combate. La mañana estaba impregnada de una viscosa niebla que impedía alcanzar con la vista más allá de un par de metros. De pronto, se oyó un gran ruido de pasos que se acercaban y voces en persa. Sócrates, muerto de miedo, corrió despavorido hacia su retaguardia, pero tuvo la mala suerte de que, sin ver nada, pisó un zarzal y se clavó una gran espina en el pie. Bramó herido, como Ocaña. Intentó sacarse la espina primero con la mano, luego con la espada, pero no pudo. El enemigo se encontraba a unos pasos, y Sócrates, muerto de dolor, sintiéndose atrapado, comenzó a chillar como un loco y avanzó blandiendo en círculos su espada, que pronto abatió al primer persa, y luego a otro, y a otro. Gritaba: "Ni un paso atrás, muchachos, duro con ellos", "Acabad con esos hijos de perra". Sus gritos en la niebla contagiaron a sus compañeros. Enseguida llegó la caballería, que remató la faena. Fue una gran victoria de los atenienses. Sus compañeros de infantería llevaron a Sócrates a hombros hasta el campamento. Al regreso, en Atenas, todo el mundo hablaba de su valentía, de su hazaña. Pero fue gracias a la niebla.

Llegando la temporada hasta noviembre, puede presentarse la nieve. Son inolvidables las imágenes dantescas de la etapa del Giro de 1988 en el Passo di Gavia, con los ciclistas atrapados en una nevada gigantesca. Y era junio. Van de Velde pasó el primero por la cima y llegó a la meta, abajo, a 47 minutos del vencedor. Se heló en el descenso, paraba en las curvas, se golpeaba las manos rígidas, se pisaba los pies. Le entró el pánico.

Es posible que el retraso del calendario nos brinde imágenes de ciclismo épico, desplegado en las más duras condiciones. Habrá más lluvia, vientos fríos de otoño, niebla, quizá nieve. Pero el pelotón no disfrutará del dulce olor de los tilos.

A rueda

Pensaba en la importancia que la climatología va a tener ese año en las carreras, en un calendario desplazado por la pandemia al final del verano y el otoño