o que llevamos de temporada está repartiendo las victorias con un pleno de justicia deportiva. Pareciera que algún poder superior estuviera moviendo los hilos del teatrillo ciclista para provocar tal equidad, con el fin de dejar contentos a todos, quizá sabedor de la necesidad de recompensa que tiene cada uno de los campeones en estos trágicos tiempos de pandemia. Empezó ganando Van der Poel en la Strade Bianche, le siguieron Pogacar en la Tirreno y Roglic en la Itzulia, se destapó Pidcock en Brabante, Van Aert le tomó el relevo en la Amstel, y ayer venció el que faltaba, Alaphilippe en la Flecha Valona. Incluso Valverde se llevó una gran alegría con su tercer puesto. Un mundo feliz. Y en esas victorias participan varias generaciones: irrumpe la joven guardia de Pidcock y Pogacar (veremos cómo vuelve Evenepoel, tras la recuperación de su grave caída); se mantiene firme la que por edad debe estar en el esplendor deportivo, la de Roglic y Alaphilippe; e incluso se resiste la vieja guardia con Valverde a la cabeza. Un escenario inmejorable para las luchas, para mantener nuestro corazón acelerado frente al televisor.

Roglic erró al medir el momento de su ataque y se le hizo largo el último repecho, le faltó experiencia en esa carrera, que se gana con fuerza y con sabiduría táctica, ajustando bien las fuerzas, pues el Muro de Huy, donde termina la prueba, quema las piernas si no se acierta con la distancia. No hay más que ver cómo se repiten los vencedores en el palmarés: Merckx tres victorias, Valverde cinco, y Alaphilippe tres. Sin duda, Roglic vencerá en esta prueba más de una vez, pues tiene la capacidad de escalar y la explosividad para esprintar. Alaphilippe voló en los últimos metros, lanzado por el deseo de un triunfo importante que se le escapaba desde su éxito en el mundial del año pasado. Alaphilippe tiene mucho mérito, como decía su director Patrick Lefevere: "Todo el mundo sabe lo que va a hacer, dónde va a atacar, pero lo hace y gana". Es cierto, es un corredor de unas características muy precisas, que no puede vencer de muchas formas, sino casi siempre de la misma. Y a pesar de ser muy vigilado lo consigue.

He hablado otras veces del jovencísimo británico Pidcock, sobre lo que he visto y lo que he leído sobre él. En algunas páginas, digitales y de papel, se decía que era extraordinario su rendimiento en muchas facetas ciclistas, como la contrarreloj, dada su escasa estatura, pues medía 1,57 m. Yo mismo me hice eco. Sin embargo, mientras le veía en las carreras, mientas veía su estilo, su porte sobre la bicicleta, ese dato no me cuadraba. Se percibe que no es alto, pero tampoco tan bajito. Así que me he puesto a investigar, y se trata de un error, motivado por la traslación de alguna página de Internet británica, de sus medidas en pies y pulgadas al sistema métrico decimal. Mide 5 ft 7 in, lo que significa 1,70 metros. Y alguien trasladó ese 5 y ese 7 mecánicamente, como si fuera 1,57 m. El viejo radio macuto. Lo cuento porque revela el riesgo al que asistimos actualmente ante el gran oráculo de Google. Cualquier cosa, dato, hecho, se consulta en un momento, no se analiza ni se contrasta lo suficiente, y se repite, se reproduce, teniendo el error un alcance tremendo gracias a la viralidad de las redes. Es un riesgo para el periodismo, y para la verdad, para el saber. Hay que alertar sobre la necesidad del conocimiento, del bagaje cultural, de la observación, para sopesar las informaciones obtenidas ipso facto y acríticamente en el buscador universal.

La Flecha y la Lieja-Bastogne-Lieja del próximo domingo son las carreras de las Ardenas belgas, que discurren por el territorio de Valonia, cercano a Lieja. Un paisaje ondulado por suaves colinas, donde en la II Guerra Mundial se libró una batalla decisiva de tanques entre los Aliados y los nazis, que tantas veces hemos visto en el cine; y también un paisaje de grandes fábricas, un territorio obrero por excelencia. Esto último es posible que esté cambiando, como ha cambiado Bilbao y tantos otros lugares de nuestra biografía; lugares donde el trabajo productivo era central, el que vertebraba la vida de los pueblos y ciudades. Por eso siento esa región cercana en su paisaje, y en las chimeneas que aún bordean el río Mosa veo las de nuestras viejas fábricas. Quedan pocas, y defiendo el valor de preservar esos espacios que forjaron lo que somos. Sin la memoria somos un pueblo con alzhéimer, por tanto, sin identidad. Esta semana visité las minas de Gallarta, el lugar donde nació Pasionaria, y me sorprendió la poca memoria física existente, la desfiguración de aquello que fue. Solo el enorme socavón de una vieja mina al aire libre permanecía como recuerdo. Y a su lado un pequeño museo, descuidado, con herramientas, poleas, vagonetas, poblando un prado de hierba alta, todo con los signos propios del abandono. Apenas quedan un par de casas de aquel tiempo, y a punto de sucumbir. Aquí lo que no sirve se destruye. Esa y no otra es la verdadera medida del amor por la tierra, por el país, no destruir su memoria, su identidad, no cambiarla por otra.

A rueda

Irrumpen jóvenes como Pidcock y Pogacar; se mantienen firmes los que están en el esplendor deportivo, Roglic y Alaphilippe; y se resiste la vieja guardia con Valverde a la cabeza