n plena conmemoración del centenario de Benito Pérez Galdós, el cineasta Rodrigo Sorogoyen establece una vía, apenas insinuada en sus dos primeros largometrajes, pero establecida férreamente con el tercero y multipremiado El reino. Con ella asume ser notario cinematográfico de la escena política española. Dicha actitud le convierte en un beligerante testigo de cargo de la historia reciente. Al mismo tiempo, no esconde que, que se busque la objetividad, no significa que se ahoguen las pasiones y compasiones hacia los sujetos que transitan por sus relatos. En ese sentido, Sorogoyen se roza y mucho con todos y cada uno de ellos. Hay un deseo de no juzgar pero sí de darle al espectador la posibilidad de aportarle datos para que establezca sus juicios con más fundamento.

En ese sentido, aunque no ha sido el primero, sí le cabe a Sorogoyen la virtud de afrontar, cara a cara, esa realidad inmediata de un país empantanado en una corrupción política de escaso calado moral. Zozobra emocional que, tras la visión de Antidisturbios, evidencia que Sorogoyen parece comprometerse con ello de manera sistemática. La fórmula aplicada en la serie sigue el mismo patrón que en El reino: fundir realidad con ficción, palpar los entresijos del poder y observar el patetismo de unos personajes que, para bien o para mal, se han convertido en los protagonistas de nuestros episodios nacionales del siglo XXI.

La serie de televisión, que en breve será difundida en una de las varias plataformas que nos alejan de las salas de cine, establece junto a El reino, un espejo deformado pero nada temeroso a la hora de abismarse en la ciénaga del sistema del poder y sus cloacas.

Todo comienza con un desalojo crispado y violento, tenso e intenso. Sofocante y brillante. Con él arranca el primero de los seis capítulos a lo largo de los cuales Sorogoyen y su coguionista, Isabel Peña, arrojan al público al interior de un equipo policial, para, con empatías o sin ellas, con resquemores pero sin hipocresía, hacer sentir la angustia y miseria que se vive en el interior de una furgona policial. El contrapunto al grupo policial lo emblematiza el personaje de Vicky Luengo. Con ella se abre la serie, ella es la encarnación del abrelatas que pondrá en marcha todo el proceso. Funcionaria del Estado y miembro de la brigada de anticorrupción, su personaje, el más dramatizado, el más preñado de fabulación, resulta carismático y vertebral, pero el más discutible y frágil de todo el entramado. En ella se proyecta lo mejor y lo peor del hacer de Sorogoyen que, no obstante, se mueve siempre en niveles notables para rozar, de vez en cuando, lo extraordinario.

Capítulo a capítulo, con ecos que lógicamente evocan el hacer de algunas series norteamericanas, Antidisturbios desgrana los sucesos recientes sin perder la cara al deseo de practicar un cine espectacular. Sorogoyen se distingue por filmar todo ello sin complejos ni arritmias. El respeto hacia el proceso interior de cada personaje no está reñido con el afán de resolver cada secuencia como si todas fueran importantes. En ese más remover que revolver en los sumideros del poder, con vértigos ideológicos o sin ellos, la serie, en realidad una película larga de 304 minutos, deja al público en la piel de ese grupo de antidisturbios. Y al hacerlo, al radiografiar esa crispación vital y las pobres circunstancias que les rodean, provoca no una chispa de complicidad sino la exposición de que hay dos tipos personas en la sociedad. Los que la convierten en solar de sus ambiciones y escenario de sus tropelías y los que soportan los disturbios que todo ello provoca, estén a uno u otro lado del desalojo.