iriños, airiños aires / airiños da miña terra / airiños, airiños aires / airiños, levaime a ela”. Con ese mismo espíritu, tal como decía la gran Rosalía de Castro, comenzamos nuestras cortas vacaciones, dos galegos, Anxo y José, junto a un servidor, donostiarra confeso, amante de Galicia, no solo por sus paisajes y paisanaje, por sus atrayentes historias e historietas increíbles o desde luego por su cocina, tan auténtica y sabrosa, sin duda también por sus soberbias materias primas, del mar, la cabaña y sus huertas, por sus emergentes vinos de las cinco denominaciones, así como por el carácter acogedor de sus gentes que lo dan todo, casi siempre a cambio de nada.

Nuestra incursión en tierras galaicas se centró esta vez en Ourense, concretamente en Pazos de Verín, como campo base. Sin pretensiones de rastreador gastronómico, pero sí de viajero inquieto, siempre en alerta ante la verdadera calidad de las cosas sencillas, que, como venía a decir Lord Byron, son el último refugio de los seres más complicados.

Desde la finca familiar (con su huerta) de nuestros perfectos anfitriones, José y Rosa (padres de nuestro compañero de viaje, por cierto, un gran diseñador de moda, pese a que él aún no lo sepa), las vistas eran extraordinarias, sobre todo, por la imponente imagen del histórico castillo de Monterrey, que fue propiedad del Ducado de Alba, hoy reconvertido en hotel, encontrándose en las cercanías de la futurista (pero integrada en el paisaje) bodega Terra do Gargalo y los viñedos de Roberto Verino, que dieron en su día razón de ser, lustre y esplendor a la más joven de las denominaciones galegas, como es la de Monterrei.

Pero, ¡ojito!, que eso de los viñedos en estos lares no es de hace dos días; de hecho, si la denominación de origen señalada abarca cerca de 700 hectáreas de viñedos, el resto de las viñas de la zona alcanzan nada menos que alrededor de las 11.000. La pena es que sus carnavales ancestrales (entroidos) hoy estén congelados por mor de la pandemia.

Al margen de las cuchipandas hogareñas oficiadas por Rosina (como decía mi abuelo, “pasar todo el día en un pienso”), soplando de lujo y participando en jugosas tertulias con esa familia y allegados en nuestra casa de acogida, me veo obligado a hablar de ese pan galaico que es una gozada. En concreto, el de un establecimiento emblemático de la zona: Panadería Germán, ubicada en Vilaza (perteneciente al Concello de Monterrei).

Con cuatro décadas de trayectoria, el propietario actual de este obrador, Germán García Aguirre, comenzó a currar aquí siendo un chaval, en sus vacaciones estudiantiles. Fue al lado de sus padres, en el negocio familiar, donde fomentó su vocación panadera. En 1979 se incorpora a la empresa, asumiendo plenamente su dirección unos años después junto a su esposa.

Desde entonces, no ha dejado de crecer en cantidad, manteniendo siempre la calidad. Baste como dato, refiriéndonos al producto estelar de la casa, el pan del país: una impresionante bolla, de los que se producen y venden (se los quitan de las manos) 500 diarios... y los sábados unos 1.000. Casi nada. Se trata de un pan de pura artesanía manual (solo se utilizan dos máquinas: el horno y la amasadora). Por supuesto, horno de leña, con fuego directo y manual.

Otro de los secretos del que llaman en la zona el pan de Germán es el de la fermentación lenta. Se trata esencialmente del uso de una masa madre que ellos mismos elaboran y que debe reposar unos cinco días. Al respecto, nuestro maestro panadero ha venido insistiendo, en algunas entrevistas que hemos ojeado, en la total necesidad de utilizar este tipo de levadura diciendo cosas de tanta miga como: “Las otras levaduras supusieron un gran avance para el panadero, pero nada para el pan”.

Hay que señalar además que aquí se elaboran el resto de variedades propias del obrador. Panes de muchos tipos, bicas (bizcocho) y bollos dulces, así como empanadas variadas. Desde las más conocidas, de pollo, carne, bonito, bacalao o también de sardinas; y la más curiosa de todas, la de congrio. Además, se puede aportar el relleno al obrador, para que con su masa de empanada se la elaboren, a gusto del consumidor. Como fue en nuestro caso, en el que la acogedora Rosina, incansable etxekoandre, ofició su exuberante relleno, consistente en carne de ternera, chorizo casero ligeramente picante, panceta, abundante cebolla de su propia huerta y toque de pimentón. ¡De rechupete!

Es oportuno señalar, además, cómo la panadería de Germán también acerca sus numerosos productos a diversos concellos de la comarca en seis vehículos de reparto. Cómodo servicio a domicilio, sin necesidad de acudir al despacho del obrador.

Por otra parte, en una breve excursión relámpago a la Ciudad de Cristal, éramos conscientes de que ya no podíamos cantar en su sentido jaranero (por las restricciones sanitarias), tal como lo hacía la desaparecida Ana Kiro: “¡Vivir na Coruña que bonito é! / Andar de baranda e durmir de pé”. No teníamos un plan prefijado, y a salto de mata (con ayuda de míster Google), nos topamos con la Taberna da Galera, sita en la céntrica calle coruñesa homónima. Una coqueta y refinada tasca urbana en la que puedes encontrar una gastronomía local con arraigada tradición gallega, fusionada con recetas y técnicas de cocina de otras latitudes, cercanas o lejanas.

Nuestro picoteo fue delicioso: croquetas caseras de jamón (de 10); empanadillas de millo con chicharrones y queso del país; pulpo en tempura con mayonesa especiada y puré de patatas; y croca de ternera gallega con patatas y ensalada. También ricos y ligeros postres, como la original tarta de queso y el cremoso de chocolate.

Nos quedamos con las ganas de otras gollerías; y es que puedes tomarte desde un ceviche de merluza del pincho con arepas hasta un tartar de atún con piña y maíz tostado; un tomate gallego confitado con guacamole; una tortilla de patatas al estilo de Betanzos; un cachopo relleno de queso del país y jamón de cerdo gallego alimentado con castañas. Además de una sabia selección de los más interesantes vinos de cada una de las denominaciones de origen gallegas.

Y esa misma tarde, merendola de vicio: chocolate con churros en la casa madre de Bonilla a la vista, célebre, sobre todo, por sus únicas patatas fritas. Casa de la que haremos en breve una disección pormenorizada de su historia y sus muchas virtudes.

Para concluir, no puedo dejar de comentar acerca de la musical lengua gallega, que la hemos practicado a saco estos días (yo, al menos, de oyente) y releyendo al portentoso poeta Celso Emilio Ferreiro, nos sigue cautivando cuando decía: “Eu fáloa porque sí, porque me gosta / e quero estar cos meus, coa xente miña, / perto dos homes bos que sofren longo / unha historia contada noutra lingoa”.

Crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía