n viejo conocido del SSIFF, François Ozon, y un director argentino comprometido con el paisaje vasco, Pablo Agüero, abrieron ayer la competición de la Sección Oficial de la 68ª edición con Verano del 85 y Akelarre, respectivamente. Ninguno de los dos parece llamada a hacer historia en esta edición. Se trata de dos títulos irregulares, con más sombras que luces; dos películas de interés aparente pero de escaso fondo. Ninguna alcanza la brillantez que prometen en sus arranques, por más que ambas se esfuercen por pulsar temas de alto calado.

El título de Ozon -la suya es la propuesta más sólida de las dos películas presentadas ayer- se adentra en un tema muy querido por el cineasta francés. Hace ocho años con En la casa, película premiada por el SSIFF y título siempre a reivindicar por su extraordinario interés, Ozon utilizaba buena parte de los materiales argumentales que se dan cita en Verano del 85, solo que aquí de otra manera jerarquizados. Sexualidad, literatura y pubertad conformaban, tanto allí como aquí, el trenzado sobre el que gira este filme, de origen literario y recreado con un arrebatado tono hiperbólico.

Se comprende que Ozon asuma, haga suya, la radicalidad de la percepción adolescente según la cual, cada deseo es absoluto, cada mirada un mundo, cada tropiezo un infierno. Desde esa hipersensibilidad desquiciada se relatan los acontecimientos de un verano de amor loco donde el mar, la lujuria y Verlaine enturbian la retina y enajenan los sentidos.

En ese delirio, Ozon, sutilmente, establece un pulso entre el verbo extremo de su protagonista y la percepción que de todo ello se recrea frente a su cámara. En algún modo, se diría que Ozon no se resigna a revivir la pasión febril de quien todavía no ha madurado pero no puede evitar una mueca de melancolía y reprobación; saber que en el exceso siempre se cultiva lo ridículo.

Chalado se confiesa Alex, su principal protagonista, un adolescente de 16 años al que vemos en prisión y de quien oímos su querencia irreprimible por la muerte. Su confesión augura oscuras perversiones y sangrientos acontecimientos pero, conforme el filme avanza, se impone ese juego en el que Ozon pone todo su empeño: evidenciar la distancia que separa la percepción de la realidad de un teenager a la que reconoce una persona adulta.

De la penumbra del calabozo y de la zozobra de esa confesión en apariencia terrible se pasa a pleno sol en la playa en lo que promete ser la pesadilla de una noche de verano. Sobrevuela estética y referencialmente la sombra de Mr. Ripley, pero la cosa no irá tan lejos, no es tiempo de thriller sino de melodramas, de amores homosexuales y de grandes vacíos que se llenan pronto con un nuevo enamoramiento.

Ozon, cuya capacidad para dibujar el despertar a la sensualidad y al sexo es notable, aquí se deja ir por cierto tremendismo en su planteamiento inicial y por un alargamiento innecesario en su desenlace. Lo mejor se encuentra en la zona central, en su habilidad para filmar la siempre compleja cuestión de la pulsión sexual, el incendio del sexo.

Brujas de ayer, mujeres de hoy

Motivos para la conciliación

Estamos a casi un siglo del rodaje de Häxan: La brujería a través de los tiempos (1922), insuperada e insuperable acta notarial sobre el mundo de la brujería. Aquella obra maestra, cualquier comparación con ella sería grosera, invocaba todos los géneros, todos los ecos y todas las huellas que pudo reunir su autor, el cineasta danés Benjamin Christensen, uno de los directores del cine silente más sugerente y perturbador. Iluminada por las sombras de Goya y las luces de Brueghel, cualquier nueva aportación al tema debe pasar por el cedazo de Haxan, la piedra angular de todas las películas sobre brujería.

Al mismo tiempo estamos a menos de un lustro del rodaje de La bruja (2015), filme independiente que provocó entusiasmos y fervores y que se recibió como el nuevo testamento de una temática que, en realidad, ha sido mucho menos tocada de lo que parece pese al alto interés que siempre despiertan las brujas.

Pero para hablar del Akelarre de Pablo Agüero lo más sensato sería recuperar el filme del mismo título de Pedro Olea, rememorar la imagen de aquel inquisidor interpretado por José Luis López Vázquez y sus flagelos, para inmediatamente cuestionar a Agüero por qué se limita a simplificar esta cuestión. Este Akelarre de 2020 hace mejor el hacer de Pedro Olea y se percibe como una orgía de anacronismos. Estas brujas que se dicen del siglo XVII se comportan, actúan, hablan y bailan como adolescentes del siglo XXI. Hay poco rigor en la recreación histórica que Agüero hace del tema. Sus jóvenes víctimas de la Inquisición se expresan en un bilingüismo de precisión notable pero escriben su nombre con un garabato. Parecen doncellas virginales y se enfrentan a sus captores como profesionales curtidas en las cuestiones del sexo.

Agüero podía haber optado por el camino del exceso, en realidad ahí se encuentra lo más atractivo de su Akelarre, en esas coreografías psicotrónicas hijas del videoclip y la videodanza. Eso, un disparate, lo hizo con el entusiasmo que le caracteriza Álex de la Iglesia en Las brujas de Zugarramurdi. Es más, Agüero incluso podía haber optado por el género del terror, de hecho hay momentos en que el filme parece visitar los desplantes de El hombre de mimbre (1973) convirtiendo ese proceso, que tanto debe a La pasión de Juana de Arco, de Dreyer, en un filme abismal.

No ocurre eso. Pero pese a todo ello, hay en Akelarre, en el estar y hacer de sus jóvenes brujas, en algunas de sus secuencias más extravagantes, motivos para la conciliación. Lo que resulta irreconciliable son las concesiones populistas y oportunistas de Agüero a la identidad y al género. Ese tufo demagógico deja a este Akelarre muy poco margen para seducir y sin seducción, no es posible el vuelo.