a pandemia está sometiendo a pruebas de supervivencia a todos los procesos humanos en un desesperado intento de sobrevivir y adaptarse a la nueva situación que no conoce parangón en la historia. Los seres humanos nos vemos obligados a una cadena de cambios que amenaza con alterar hasta el modo de consumir y producir tele, que en el último trimestre ha forzado a nuevas experiencias de relatos informativos, espacios de entretenimiento y modos televisivos surgidos del baúl de los recuerdos.

A lo largo de las semanas, mientras ha durado el paralizante estado de alarma, hemos aguantado con estoica resignación y fidelidad mediática las parrillas de programas que nos han llevado a consumir más de 300 minutos diarios y que han colocado la cota de audiencia en máximos históricos a base de programas sin alma, estúpidas videoconferencias, ventanas telemáticas partidas y estúpidos bustos parlantes.

Las cadenas han solventado con escasa creatividad las horas de emisión con informativos clonados, copiados unos de otros con ralas innovaciones en un ejercicio de machacar datos de la pandemia hasta provocar hartazgo consumidor y rechazo de la audiencia. Las teles generalistas han desaprovechado la ocasión para plantear otro modo de hacer tele, lejos del aburrido y asfixiante copiarse una a otra en entrevistas telemáticas al etilo conferencia telefónica con el sonido por un lado y la imagen por otro.

El COVID-19 ha quemado la imaginación y el ingenio, y eso que la ocasión la pintaban calva para el necesario cambio. La confinación del personal ha obligado a televisiones sin público, con periodistas, invitados y presentadores encerrados en sus torres de marfil, haciendo difícil el juego televisivo. Los gestores de las teles han hecho lo que han podido para aguantar el tipo frente a una audiencia crecida que ha convertido la tele el refugio familiar en medio del encierro del personal.

Ocasión fallida.