uando se habla sin cesar de la cocina tecnoemocional y de las novísimas técnicas que emplea la culinaria más rompedora y futurista, muchas veces se hace tabla rasa de valores esenciales de lo que es una cocina con mayúsculas. Que no tiene otra clave que el mantenimiento de la calidad -sobre todo una calidad media constante- de las materias primas.

Han pasado unos cuantos añitos, cuando con motivo de la presentación en el Certamen de Alta cocina de Vitoria del rutilante chef francés Alain Ducasse contestaba a distintas preguntas dentro de un programa radiofónico. Alguien de los contertulios le instó a que pusiera un apellido a su perfeccionista culinaria y a modo de test le sugería en la propia pregunta posibles respuestas: ¿Cocina de los sentidos?, ¿de la sencillez sofisticada?, ¿de plenitud mediterránea? y otras lindezas por el estilo. El astro francés, sin pestañear, contestó lacónicamente: “La cuisine des fournisseurs”. Es decir, la cocina de los proveedores.

Poco antes, él mismo se había paseado por la pescadería del mercado de la Bretxa (aún sin verse sometida a un soterramiento vergonzante) y, extasiado ante ese espectacular escaparate, no solo sus ohlalás resonaron por los cuatro costados, sino que decidió adquirir allí mismo todo el pescado para la cena que ofrecería al día siguiente en el restaurante Zaldiaran en la capital alavesa.

En diversas ocasiones hemos citado a Juan Mari Arzak, que como vivencia personal, y en su estilo, directo y sencillo, nos expresaba lo siguiente: “Recuerdo, como si fuera hoy y aun siendo un niño, que cuando llegaba el pescado al restaurante, mi madre (la gran cocinera Paquita Arratibel) lo revisaba. Si en alguna ocasión había alguna merluza que no le hacía tilín, llamaba inmediatamente al pescatero y con voz suave, pero firme, le recriminaba: Entre las merluzas hay dos que no son de las que a mí me gustan. Y sin dejarle responder, colgaba el teléfono. A los pocos minutos dos tersas y plateadas merluzas sustituían a las menos agraciadas”. Esta exigencia define a un o una profesional de los fogones.

Como es el caso, entre otros muchos cocineros y cocineras de nuestro entorno, de Xabier Osa del aparentemente sencillo bar y restaurante Urgain de Deba. En donde se vetan totalmente los pescados de piscifactoría y se exhiben mariscos vivos en su fantástica pecera. Es decir, que el marisco que se sirve aquí ha estado vivito y coleando hasta segundos antes de ser servido en el plato. Donde lo estacional es sagrado y los productos de proximidad en verduras, carnes y pescados priman en sus ofertas. Y, además, todo repleto de elaboraciones de pura artesanía con un tinte hogareño de los buenos. Eso es el verdadero lujo. ¡Producto, producto y… producto!

Por otra parte, en este mundo de las vanidades, al que la gastronomía y cocina no es ajeno, se suelen simplificar las cosas de un modo absurdo. Así, cuando se dice por ejemplo (sobre todo en las redes sociales) “La mejor tortilla de patatas del mundo”, en realidad lo que expresa es la opinión subjetiva y parcial de un crítico o comensal concreto. Y debiera de decirse, no “del mundo”, sino, en todo caso, “de mi mundo”, porque no las ha probado todas. Lo mismo que cuando se dice de un chef, por genial que sea, que es el number one del planeta. Eso se puede predicar de un tenista sujeto a un baremo objetivo de su calidad, basado en su posición en el ranking, debido a sus triunfos. Y ni siquiera se debiera calificar así a un futbolista, porque al ser un deporte de equipo, será mérito del conjunto del mismo por muy crack que sea, se llame Ronaldo o Messi.

En ese sentido, resultaban muy esclarecedoras (más aun si cabe ahora tras la terrible pandemia) las respuestas dadas hace más de una década de ese prodigio imaginativo que es Ferran Adriá, en una entrevista realizada en el Congreso de verduras (Navarra Gourmet). Resumo algunas de estas contestaciones, todas plenas de sinceridad, humildad y sentido común (muchas veces el menos común de los sentidos). Ante la pregunta un tanto capciosa de para qué sirve la alta cocina, la respuesta concisa e irrefutable del chef catalán fue: “Para apoyar las producciones y el saber hacer de los productores de este país”. Atinada, así mismo, su contestación a la consabida preguntita de la afectación de la crisis a la cocina creativa: “Crisis de verdad la que afecta a la gente parada y que no puede pagar su hipoteca”. Si bien reconoció que, lógicamente, serán pocos restaurantes de vanguardia en el mundo que resistirán siendo así punta de lanza. Con una lógica aplastante respondió, asimismo, a la típica pregunta trampa sobre qué pensaría un agricultor navarro si se entera que va a deconstruir sus -al parecer intocables- espárragos. Daba una respuesta más a la gallega, es decir, con una pregunta: ¿Qué es una crema de guisantes o de espárragos si no una deconstrucción?”. Y ante preguntas del millón como: ¿Vanguardia o tradición?, Ferran fue más tajante aún: “Esta pregunta cansa. Que cada uno haga la cocina que crea conveniente. Se hacen también muy malas paellas. Los cocineros vanguardistas también tenemos derecho al error y yo mismo he cometido equivocaciones”.

Y ante la postrer preguntita, que se las traía, de quién es el mejor cocinero del mundo, el chef catalán no dudó un segundo: “No existe. Un día lo dijo Joël Robuchon de mí. Para qué engañarnos, agrada oír este halago, aunque lo más correcto es hablar en términos de influencia en el mundo. Ser influyente me gusta más”.

Crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía