ice, en este caso, el atinado refrán que “todos los días gallina, amarga la cocina”. Es que está sobradamente comprobado que la reiterada y forzada ingesta de algo, por muy lujoso, suculento y placentero que sea, termina por hastiar y aburrir. Como ejemplo histórico, tenemos al promiscuo rey Enrique IV de Francia, quien, tras escuchar los constantes reproches de su confesor por su pecadora vida de desaforado libertinaje, le invitó a su mesa, haciéndole comer perdiz durante casi una semana entera: “Majestad”, espetó quejoso el clérigo al disoluto soberano, mostrándole su total repugnancia por soportar el cansino menú cinegético. “Es que, ¡siempre perdiz!” A lo que le respondió el monarca: “Amigo mío, es que, ¡siempre la Reina!…” Pasa muchas veces con alimentos tan sobresalientes como el salmón salvaje, que comentamos recientemente. Hay refranes que lo exaltan, como el que dice: “De la tierra el jamón y del agua el salmón”. Pero hay, asimismo, otros dichos ancestrales que hablan precisamente de lo que puede llegar a cansar, “harto de salmón y perdiz, el rey gazpacho suele pedir”.

Puede sonar a fanfarronada afirmar que alguna vez me he llegado a hartar de angulas y de caviar. Pero tiene su explicación. Cuando era un mozalbete, en casa de mis aitonas paternos solían adquirir en Hendaia, por cuatro perras, bastantes kilos de angulas vivas en su temporada invernal, que se acarreaban en unos depósitos sobre una camioneta, sorteando, como se podía, la férrea vigilancia aduanera. Después, en casa, se mataban con tabaco y se escaldaban en agua hirviendo sazonada, en enormes perolas. Se escurrían y esparcían sobre manteles blancos para evitar que se apelmazaran, en unas mesas extensibles en la terraza. Y una vez que estaban a temperatura ambiente, se guardaban envueltas en paños húmedos en el frigorífico. Al principio nos pegábamos para comerlas a puñados, tan solo cocidas. Se preparaban en casa de la forma tradicional en raciones copiosas. Al día siguiente, ya bajaba el pistón y el ansia. Hasta terminar por aburrirnos consumiéndolas en revueltos o en tortilla y casi aborrecerlas… Parece mentira... ¡Si hoy las pilláramos!

La otra historia, mucho más tardía, se relaciona con mi viaje al otro lado del Telón de Acero, por el que la dictadura me hizo pagar caro, deteniéndome y después siendo procesado. En ese viaje descubrí el caviar de verdad (ruso, en ese caso) que nos daban en todas las recepciones, sin blinis ni leches, ¡a cucharadas! Me encantó. Pero tras una semanita dale que te pego a esa gollería, terminé empachado. Algo que no me ha vuelto pasar, sobre todo por la pasta que cuesta.

Pero hay otra historieta personal que viene de perlas para comprender el asunto del hartazgo. En el ya lejano año 1969, fui desterrado durante el Estado de excepción a la población burgalesa de Briviesca. Bueno, pensé entonces, no hay mal que por bien no venga; gracias a este confinamiento forzoso, podría deleitarme con una cosa que siempre había adorado: el cordero lechal castellano, el lechazo. El primer día comí, zampé, un cuarto de lechazo sublime, del que no dejé ni los huesos.

En mi segunda jornada, di buena cuenta de una menestra también de tierno cordero, impecable. El tercer día, el monotemático menú en torno a esta carne me pareció tedioso. Al mes de mi destierro, lo aborrecí, bien es cierto que solo durante una brevísima temporada, ya que poco más tarde, lo volví a valorar como lo que es, un lujazo gastronómico.

Sin embargo, gracias a la excepcional merluza rebozada del hotel restaurante El Vallés de la población burgalesa, he sabido que la merluza albardada es de las cosas que más se puede consumir sin llegar a la hartura.

Por eso debo precisar, a bote pronto, que entre los bocados que nunca me cansan están la citada merluza rebozada (sobre todo en bocata y de excursión) y de sitios tan soberbios como Zaldundegui de Urnieta, Iraeta de Zestoa o Ganbara de Donostia; las gambas de Huelva, mejor brevemente cocidas que achicharradas a la plancha; las buenas gildas (con langostinos de Ibarra, carnosas aceitunas y selectas anchoas de Mutriku o Getaria, por ejemplo); el besugo de Tarifa (si no hay de aquí) al horno o a la parrilla con refrito de ajos y guindilla o un hermoso lenguado (como para tres al menos) también a la brasa; los espárragos blancos, las alcachofas y los hongos en su temporada; los guisantes lágrima justo salteados con huevo escalfado; el jamón ibérico, de bellota, cortado en traslucidas lonchas; unas rabas de terso begi aundi; bocatitas de babosa tortilla francesa con loncha de jamón, una sencilla delicia del Bar Gorriti de la Parte Vieja donostiarra.

Y también, chipirones de anzuelo a lo Pelayo de lugares tan fantásticos como como Gure Txokoa de Zarautz o Elkano, Kaia kaipe y Txoko de Getaria. Una rica paellita en el Kostalde junto a la playa de Gros, un arroz muy italiano en el Beheko Plaza de Zumaia. Y cómo no, ¡las increíbles kokotxas de merluza!, sobre todo a la parrilla, plancha o levemente rebozadas. Por no hablar de incitaciones totalmente compulsivas como la triple K: kiskillas, karrakelas (bígaros) y karramarros (cangrejos de mar), un picoteo facilón en el muelle donostiarra servido en cucuruchos de papel; los percebes gallegos o de Igeldo recién cocidos; las aceitunas de mesa; las anchoas de cualquier forma; las picotas del Jerte o las cerezas navarras de Milagro; las incomparables patatas fritas Bonilla de A Coruña; la pantxineta de Otaegui; los kutxus de la pastelería Igueldo; las añoradas bombas de crema de Rich; los helados después de los fuegos, de las mejores heladerías donostiarras. Y suma y sigue…

Crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía

Entre los bocados que nunca me cansan están

la merluza rebozada, las gambas de Huelva y las buenas gildas