espuésde retirarse como jugador en Osasuna, Michael Robinson no eligió ser entrenador, lo normal entre los de su profesión. Optó por el oficio para el que menos condiciones reunía. ¿Cómo podía ser comentarista de fútbol si hablaba un español espantoso y tenía el acento de un guiri de tres veranos en Benidorm? Y consiguió el milagro de proyectarse como sagaz y honesto analista de los partidos y conquistar el aprecio de los espectadores por su aporte emocional en las retransmisiones y su incorregible deje británico. ¡Le dio la vuelta a su hándicap! El anglo-irlandés fue el nítido ejemplo de la importancia de la voz en el medio donde predomina la imagen. Y de cómo un secundario puede ser tan relevante como la figura principal. Fue genial.

El equipo formado por Carlos Martínez y Michael Robinson ha engrandecido durante 30 años el fútbol en televisión, desde Canal+ y Movistar, sucesivamente. Ya podía ser un encuentro tedioso y feo que entre ambos lo salvaban. Lo que uno narraba, el otro lo analizaba sin reiteración. Ahora ese tándem pierde un pedal y la marcha se detiene, precisamente cuando los estadios han enmudecido, como el mundo entero, a causa de una pandemia abrumadora. Robinson, el castizo, se ha ido con su sonrisa y buen criterio y nos deja náufragos y sin una de las razones por las que un partido valía la pena ser visto por la tele.

Michael se ganó el privilegio de tener programa propio y a su nombre. Informe Robinson era una penetración en la vida real del deporte y de sus grandes y pequeños héroes. Amigo del fútbol vasco, con Robinson te sentías como con ese aficionado que se sienta a tu lado en San Mamés, divertido y sabio del balompié que hace inteligentes observaciones sobre el juego y con quien te ríes e incluso compartes el bocata. Menos irte tan pronto, Michael, no podrías haberlo hecho mejor.