cho de menos la vieja normalidad, frente a la nueva que, desde luego, es bastante más sosa. Echo de menos acabar torcido en un bar un sábado por la noche y que un colega al que hace tiempo que no veo me abrace mientras me da unas buenas hostias en la espalda. Ir en un autobús público como pollos hacinados, pues bueno, tiene su aquel, por eso del contacto humano, aunque sea sudoroso. Esos fines de semana sin comparecencia de Pedro el Guapo, en los que podías no encender la tele sin miedo a perderte una nueva directriz sobre si un calcetín sirve de mascarilla o no. También echo de menos el tema de las libertades, sobre todo la de reunión y la de salir a la calle sin justificación, sin salvoconducto en la cartera, y sin robarle el perro o el niño al vecino, que luego la madre se enfada. Que no me miren mal cuando voy al supermercado, eso también volvería a estar bien, y eso que, tanto ahora como en los tiempos que tanto añoro, siempre he salido duchado de casa. Usar guantes solo cuando hacía frío o cuando limpiabas el váter; que no te aburriesen Netflix y demás plataformas y poder ir un martes cualquiera al hogar en el que creciste para llevarte un par de tápers, a ser posible uno con croquetas y otro con lentejas con chorizo; los tiempos en los que la opción de telellamar era el hijo feo de las aplicaciones de mensajería... qué tiempos tan lejanos, de hace tan solo seis semanas. Lo de correr en compañía no, eso no lo echo de menos; me da más igual, tampoco lo he hecho nunca, ni en compañía, ni solo.