ibujo libre” es lo que más me gustaba que gritasen en clase. No porque fuese bueno pintando, sino porque, como he dicho en alguna ocasión, lo de no hacer nada me parece bien. La misma sensación es la que tuve antes de ayer cuando me dijeron que al día siguiente no trabajaba. Mi primer día libre desde que entré en el periódico y mi primer día libre desde que empezó el estado de alarma. Ese día me marché a la cama tarde. Total, por la mañana no tenía que seguir ninguna comparecencia online ni entrevistar a nadie, podía dormir por fin todo lo que quisiese. Pues nada, siempre me pasa. Cuando no tengo que madrugar duermo fatal, me cuesta coger el sueño y me despierto muy pronto. Deambulé como un zombie durante la mañana pero me dije a mí mismo que no podía seguir así, que tenía que aprovechar mi primera jornada sin curro. Tenía que utilizarla para avanzar en esos libros que tengo sobre la mesilla, animarme con esa receta suculenta y aparentemente fácil de hacer, disfrutar con una película tranquilamente mientras devoro una bolsa de palomitas, limpiar todos esos rincones de mi cuarto que no ven la luz del sol, actualizarme con todos esos problemas de mis amigos que no he tenido tiempo para prestar demasiada atención... En definitiva, ser capaz de decir a la hora de ir a la cama que mi jornada ha sido la leche, que he hecho un sinfín de cosas y que nadie ha explotado tanto como yo un día libre. A las 12.30 horas de la mañana, sin embargo, mientras veía en bata vídeos de perros graciosos en Twitter me di cuenta que ya había llegado a mi cénit. Me pasé el resto del día tirao sin hacer nada. Al fin me he empapado del espíritu de una buena cuarentena.