l final de Un viejo que leía novelas de amor, Antonio José Bolívar Proaño llora. Llora porque nada tiene sentido y todo es un sindiós. Llora de impotencia. Llora porque a diferencia de las novelas rosas que guarda en El Idilio, su aventura termina. Llora porque el objetivo de la narración, el motivo de seguir adelante ha concluido. Llora porque tiene que desandar el camino andado. Y quizá llora, también, porque no se esperaba que su final fuese ese. Falleció ayer Luis Sepúlveda, quien no creo que para nada se hubiese imaginado acabar como acabó. Ni él, ni nadie que se haya marchado o se vaya a marchar. Por eso me pregunto cómo acabará todo esto cuando por fin se rompa el cerrojo de nuestro confinamiento. Nos abrazaremos con desconocidos y con los árboles de la calle o, quizá, suframos de agorafobia. Peor, de la paranoia producida por un temor a la recaída. Acaso, el llanto siga a un proceso luctuoso. O reiremos, nerviosos, como cuando no sabemos qué más decir, porque, joder, todo ha sido un dislate. Quizá la risa sea de alegría, porque ya todo está bien y todos somos felices y no hay más riesgo. O sea, como cuando nos reímos, ahora, casi con un punto de inconsciencia o por pura disonancia cognitiva, cuando pensamos en lo que decíamos hace un mes, que “esto solo era para 15 días” y que las reservas del papel de baño en la que escribir esta columna se habrían acabado mucho antes. Que quién lo diría ahora. Y te ríes, porque no queda otra, ya que para llorar ya habrá tiempo luego.