i el interés por la política se ha reducido al mínimo, porque la pandemia ha alterado nuestras prioridades, imagínense lo que importan ahora los tiquismiquis de la historia. Aun así, Movistar+ emitió el miércoles el primero de los seis capítulos de La línea invisible, serie que nos sitúa en el principio del periplo violento de ETA. Es ficción, sí; pero son hechos reales discutiblemente interpretados. Es innegable la calidad de la producción y la ecléctica actitud del relato. Son sus méritos.

El foco se centra en dos personajes: Txabi Etxebarrieta, primer militante en matar y caer; y Melitón Manzanas, comisario corrupto y torturador, que comenzó creyendo que ETA solo era un grupo de "pintadas y petardos" o "niñatos de las juventudes del PNV". Son los dos bandos de la contienda. El rebelde justificado y el policía criminal. ETA fue fruto del franquismo y su réplica, dramática. El retrato de Etxebarrieta es inexacto: romántico, poeta, carismático, brillante, tímido; pero ofende que se le pinte de amanerado. Hay caricaturas absurdas en la ambientación, como que en el asesinato de Melitón, ocurrido en pleno agosto, le vistan con gabardina. ¡Es bárbaro, Melitón haciendo de Colombo! El cierre del relato con el nacimiento de un bebé de una etarra y su huida por la muga francesa monte a través es un recurso poético que disgustará a muchos por delicado.

No gustará a los instalados en el prejuicio ideológico. A la izquierda abertzale le dolerá la desmitificación de Txabi. Los agitadores de la memoria no verán compensados sus 850 muertos. El fundador Julen Madariaga (apodado el inglés) sale malparado y también un viejo periódico de Bilbao. Y los curas. Lo peor es que, confinados en casa y bajo la asfixia de la incertidumbre, el estreno de la serie se antoje inoportuna y pase desapercibida. Lástima, porque vale la pena.