e levantas. Vas al baño. Te preparás un té. Tu compañero de piso te ladra de buena mañana porque siempre estás en medio. Desayunas leyendo el periódico en el móvil. Te das cuenta de que, joder, hay una errata en tu columna. Nadie me lee. Coges el móvil, 180 mensajes desde anoche en seis grupos, el mismo audio de un sanitario que te explica las cosas como un profeta en el desierto en tres de ellos; en otros a ver si has empezado a teletrabajar ya, que eres un vago. Son las diez. Dudas si ducharte o empezar a escribir en pijama como te recomendó a través de un reportaje hace unos días tu jefe, el de Cultura. Te duchas. Te pones un chándal, el mismo que ayer, nadie se va a dar cuenta. No se te ocurre nada para tu columna. Vas a Twitter mientras te cortas las uñas, de allí siempre puedes sacar alguna chorrada; de Twitter, no de las uñas. A ver qué libros tienes en la mesilla. Coges uno distinto al que empezaste ayer. Mierda, son las dos. Metes una pizza en el horno, solo te quedan cuatro más para la semana. Te pones un capítulo de Netflix y un segundo también. Primera llamada, “¿está ya la columna?”. “La estoy terminando”, dices. Quitas Netflix, pones Spotify con la banda sonora de Gladiator. Te aburres de la música. Te pones telebasura de fondo. Te levantas, comes algo de chocolate, luego queso, luego la primera cerveza. Otra llamada, “¿me estás tomando el pelo?”. ¿Son las ocho ya? No te va la conexión. Reinicias el router. Segunda cerveza. Te llega un mensaje amenazante. Reciclas una idea de hace dos semanas, total, nadie se acuerda. Enviar. Buen trabajo, te mereces una cerveza. Solo te quedan tres pizzas. A ver, un tercer capítulo. A la cama. Te levantas. Vas al baño...