siempre me resulta recurrente evocar al inolvidable escritor Víctor de la Serna (Punto y Coma) cuando decía que el gastrónomo "no es o no debe ser el glotón sentado ante el centenar de ostras del cuadro (Le Déjeuner d'huîtres) del pintor francés Jean François de Troy, ni el personaje aparatoso y difícil que requiere para su diario sustento complicados platos, exquisitas combinaciones de manjares caros y poco accesibles...". Y concluía: "...el verdadero gastrónomo ama las cosas simples, pero eso sí, cocinadas a la perfección". Dicho esto y en estas fechas, me convierto en algún caso (cada vez menos), dejando de lado el ser un "disciplinado miembro de la piara de Epicuro" (como dijo el filósofo Manuel Sacristán), en el incansable tripasai, sobre todo con vicios confesables como las cigalas, el cardo, los caracoles, las insuperables kokotxas en sus variadas formas de oficiarlas, las gambas de Huelva, el fruto supremo de la gastronomía como es el foie gras de oca y/o pato (tanto monta?) o el lechazo churro palentino oficiado en horno de leña. Y, por supuesto, en los colofones golosos de las cuchipandas como pueden ser los turrones de Eceiza y Gorrotxategi, por citar algunas perlas. Y, desde luego, no me olvido en ese listado de bocados cardenalicios de las ostras. Si en algunas ocasiones hemos tratado de sus supuestos valores afrodisíacos, es un manjar que me pone.

No me canso de reiterar que en esto, como en otras muchas cosas, los antiguos se nos adelantaron. Los montículos de conchas en la cercanía de las cuevas prehistóricas cercanas al mar es un testimonio elocuente. Griegos y romanos eran fanáticos de este bivalvo marino. Los primeros las comían crudas, pero también asadas, fritas y hasta cocinadas con perejil, menta y miel. Incluso las utilizaban como una especie de urna para las votaciones o para grabar el nombre de ciudadanos que no se consideraban aptos para la vida política. Por su parte, los romanos no se quedaron cortos y hubo auténticos glotones. Hay quien asegura que el emperador Vitelio llegó a zamparse cerca de un millar de una sola sentada. Lo que sí es cierto es que los romanos fueron los primeros en criarlas en viveros y en su paso por la Galia, además de vérselas con Astérix y Obélix, buscaron con fruición estos delicados moluscos para llevárselos a su tierra, dejando la golosa afición primero en el país vecino y luego por todos los territorios por los que pasaron. Hoy por hoy, nos podemos encontrar en el mercado una infinita variedad de ostras por forma, tamaño o calibre e incluso procedencia. Las de Arcachon y Arcade siempre han tenido justa fama entre nosotros.

Pero hoy queremos hacernos eco de las más conocidas y otras que también merecen su lugar en el olimpo gastronómico. Sin duda las planas gallegas, reinas durante mucho tiempo en nuestras mesas y barras, siguen teniendo su clientela, pues su calidad es indiscutible.

Quienes prueben las holandesas, del Parque Nacional de Oosterschelde (en Yerseke), que se considera el estuario de aguas más limpias de Europa, comprobarán que tras una entrada suave en boca mantienen luego un gusto persistente y sutil. Las de Daniel Sorlut no se quedan atrás y son primas hermanas de las célebres rechonchas Gillardeau. El calibre 3 es casi legendario y el 5, el mayor, es el más apto para la plancha por su alto porcentaje de grasa. Ostras que me producen escalofrío recordarlas en numerosos festines en el Zuberoa de Oiartzun.

"LAS MEJORES DEL MUNDO" Por otra parte, hace ya unos meses el restaurante donostiarra Aratz Erretegia de los inquietos hermanos Zabaleta, nos deslumbró especialmente con una cata de ostras (junto con una de rodaballos ya comentada en su día) aportadas por la casa Amélie de Francia, que se presentan con un eslogan que no falta en absoluto a la verdad, aunque parezca de nuestros adorables vecinos: "Las mejores ostras del mundo". Hay que rememorar que estas ostras cultivadas en las cercanías de la isla de Oloron, cerca de La Rochelle, pasan por diferentes fases de producción. Tras una primera etapa en alta mar, son trasladadas a la playa, donde pasan entre 5 y 8 horas diarias sin agua, lo que hace que estén continuamente abriéndose y cerrándose, circunstancia que les obliga a hacer músculo, algo que afectará, y mucho, a su textura. Hasta el punto que se le llega a comparar con los cerdos ibéricos criados en dehesas, en el sentido en que la concentración de ostras por metro cuadrado de terreno de cultivo es una de las menores existentes hoy en día. Así, en las extensiones explotadas por Amélie hay un máximo de 12 ostras por metro cuadrado, porcentaje que baja hasta dos ostras por metro en el caso de las de máxima calidad. Este hecho repercute indudablemente en el desarrollo y en el sabor de la ostra.

Estas ostras, que pueden ser adquiridas en nuestro entorno en la pescadería Espe de la cordial Carol Archeli del mercado de La Bretxa donostiarra, fueron puntuadas por los participantes de aquella cata. Para ello, fueron ofrecidas de dos maneras: en su estado natural, simplemente acompañadas de una rodaja de limón, o enriquecidas con una salsa ponzu y perlas de caviar de salmón. La versión tuneada fue la que obtuvo la máxima puntuación (168), aunque seguida muy de cerca por la ostra al natural (163,5 puntos), y es que, según acordaron la mayoría de los participantes, la calidad de la ostra, de por sí, era fantástica.

Y como curiosidad final, añadir que hay unas singulares ostras originarias de Japón, carnosas y de pequeño tamaño, las Kumamoto, que algunos restaurantes orientales sirven por estas fechas. Espero que se acuerden mis Reyes (los Magos, claro) dejándome una buena ración de estas joyas marinas que acompañaré con un buen espumoso, a poder ser champán, brindando por la salida del túnel de la incertidumbre con mis amigos, entre los que está, por supuesto, Baltasar, pese a quien pese? Es decir, a una impresentable banda de xenófobos y racistas, entre otras cosas.