NO soy muy dado a escribir textos en primerísima persona pero ante el triste mutis de uno de mis dos músicos favoritos no se me ocurre otro modo de proceder, así que acepten mis disculpas por este ejercicio de egocentrismo.

No recuerdo ningún vinilo de Lou Reed en la discoteca del aita, el mejor instructor musical que jamás he tenido. Descubrí al neoyorquino en una peluquería de Altza, Urban's, cuyo propietario, melómano empedernido, me prestó el álbum de la banana -cuál si no-: fueron meses y meses escuchando en bucle Sunday Morning, I'm Waiting for the Man y todas esas canciones llenas de amor y rabia que luego me guiaron a otros discos de The Velvet Underground. El cofre con las obras completas de una de las bandas más importantes de la historia del rock lo pagué con mi primer sueldo o con el dinero de un premio, no lo sé, pero sí recuerdo la emoción del descubrimiento tardío del trabajo de Reed en solitario: el Transformer -Fer, llevas razón: no sonaría así si Bowie no hubiera estado en el ajo-, Berlin, Coney Island Baby, New York, Songs for Drella -de nuevo con John Cale-, Magic and Loss, Ectassy...

Mi primera vez fue el 20 de mayo de 2003 en el Palacio Euskalduna de Bilbao, a donde acudí con un casi desconocido Rafa cuando todavía no sabíamos cuán amigos seríamos después: fue una noche perfecta plena de clásicos y en la que sonó uno de mis predilectos, Men of Good Fortune, y también, contra todo pronóstico, ¡cinco temas de la Velvet! Volví a contemplar sus ojos de saurio el 16 de abril de 2005 en el Kursaal. Por casualidad, o tal vez no, mi segundo y último concierto de Lou Reed sirvió para cimentar otra gran amistad: la que mantengo con Ricardo. Tras una actuación menos accesible por su repertorio pero que terminó con Perfect Day, nos colamos en el camerino por mediación de Jonan Ordorika, hermano de Ruper y amigo de Fernando Saunders, bajista de Reed. Es sabido que ambos músicos son amantes de las cuajadas de Betelu y del maravilloso estudio de Angel Katarain: he ahí la conexión vasca.

Este periódico aún no existía pero yo colaboraba con el Diario de Noticias de Álava, al que envié la crónica Diez minutos en el camerino del mito descalzo. La figura de un Lou Reed sin zapatos y en chándal no nos pareció tan intimidatoria, pero se mostró tan parco como esperábamos. Salvo alabar la acústica del Kursaal, apurar su copa de vino y dedicarnos unos discos -yo llevé Perfect Night Live in London-, no hizo mucho más. La anécdota fue que a Posi, el sobrino de Ricardo, le firmó un vinilo dedicado a sí mismo: "To Lou". Mi hagiografía concluía subrayando que para un admirador de Reed estrechar su mano puede significar casi "lo mismo que para un historiador mantener una entrevista con Napoleón". Cierto. Entonces aún escribía cosas más sonrojantes que ahora...

Al año siguiente su gira estatal no pasó por aquí pero se le vio comiendo alubias en el Frontón de Tolosa con su cuadrilla guipuzcoana, y en 2007 vino al Zinemaldia con el director Julian Schnabel a presentar el documental Berlin. Tras inmortalizarle en un tumultuoso photocall -qué pena no haberle retratado en un concierto con una buena cámara-, yo veía el filme en el Teatro Principal cuando mi compañero Josemari me telefoneó inesperadamente en mitad de la proyección: "Juan, tienes entrevista con Lou Reed en quince minutos". Necesité uno y medio para llegar al María Cristina y formularle una sola pregunta junto a otros cuatro periodistas. En tan poco tiempo -de nuevo diez minutos- no hubo espacio para mucho, apenas seis respuestas y un titular: "La emoción es la idea básica que se esconde detrás de todas las canciones que he escrito".

Una emoción que permanecerá viva e inalterable hasta el fin de los días cada vez que suene alguna de las canciones de una obra mayúscula e influyente como pocas.