A estas alturas muy pocos son los que ponen en tela de juicio los beneficios que el desarrollo tecnológico de las últimas décadas ha reportado al ciudadano del siglo XXI. Aspectos como la comunicación y el acceso a la información nada tienen que ver con la manera en la que se llevaban a cabo en la pasada centuria. Indudablemente, este hecho supone una notable mejora en la comodidad de la ciudadanía, así como en la celeridad de las gestiones, desde las relacionadas con el terreno laboral, hasta las propias de la esfera privada del individuo, pasando por todo aquello relacionado con el ocio, la educación, la salud, etc. En definitiva, todos los ámbitos de la vida están cambiando bajo la influencia de los avances digitales.Como todas las monedas tienen cara y cruz, a la cruz de la moneda tecnológica se le suele conocer como ruido tecnológico, que viene a ser el coste afrontado por el beneficio adquirido. Nos alertan del aumento de los niveles de estrés y depresión derivados del silencio digital; de la dificultad para alcanzar la concentración necesaria para la ejecución de tareas complejas; de la necesidad de inmediatez en la satisfacción de nuestras demandas; del complicado discernimiento entre lo importante y lo banal como consecuencia de la sobre carga de información; de la repercusión que la excesiva exposición a las pantallas va a tener en el desarrollo neuronal de nuestros jóvenes. Y así podría seguir enumerando multitud de consecuencias. El reto consiste en replantearnos la relación establecida con lo digital para lograr el equilibrio que suponga mantener sus bondades a un precio más asumible.