- La explotación de los inmigrantes, ilegales en su mayoría, en los campos lusos alimenta la penúltima tormenta política en Portugal y pone en apuros al primer ministro, António Costa, en la recta final de la presidencia portuguesa de la UE. Apenas unos días después de recibir a los líderes europeos en la Cumbre Social que avanzó en el modelo de la Europa del siglo XXI, Costa tuvo que dar explicaciones en el Parlamento sobre las pésimas condiciones de los inmigrantes temporeros en el país. Aunque las denuncias sobre el trabajo “esclavo” de africanos y asiáticos en los latifundios se multiplican desde hace años, el caso de Odemira ha cobrado protagonismo por los brotes de coronavirus detectados entre los temporeros, hacinados en alojamientos insalubres.

Los contagios obligaron a imponer un cerco sanitario en esta localidad del Alentejo, mientras el resto del país avanzaba hacia el desconfinamiento. Ante la gravedad, las autoridades buscaron alojamientos alternativos para los inmigrantes y se apresuraron a declarar que están investigando.

El caso saltó a la agenda política y al máximo nivel después de que el presidente, el conservador Marcelo Rebelo de Sousa, hablara de “consecuencias” por el escándalo. El primer ministro se apresuró a visitar Odemira en mitad de la tormenta.

En el ojo del huracán está también el titular de Administración Interna, Eduardo Cabrita, quien ya era uno de los ministros más cuestionados por criticadas compras de material inflamable para combatir incendios o, recientemente, la muerte de un ciudadano ucraniano a manos de agentes de Fronteras en el aeropuerto de Lisboa.

La derecha, que avanza electoralmente en el Alentejo -antiguo bastión comunista- ya ha pedido la cabeza de Cabrita. “Tengo un excelente ministro y vivo muy bien con él”, zanjó Costa.

Mientras, los vecinos de Odemira disfrutaron ayer de su primer día sin cordón sanitario, aunque con restricciones que afectan al comercio y a otros sectores productivos que, promete su alcalde, recibirán ayudas para salir adelante. Pero el caso de Odemira no es ni mucho menos único en Portugal. “Es una realidad que no es nueva, ni desconocida”, admitió el primer ministro.

Antiguo granero portugués, el Alentejo está ahora en manos de un puñado de gigantes agrícolas que explotan los latifundios de olivares, naranjos, almendros, frutos rojos y aguacates.

Los jornaleros del este de Europa que poblaban los campos hace una década han sido sustituidos por senegaleses, guineanos, caboverdianos, nepalíes o paquistaníes. Suman hasta 28.000 en las campañas estacionales, estiman las ONG. Una cifra significativa para un territorio con menos de 40.000 habitantes.

Cobran entre 3 y 5 euros/hora y trabajan seis días a la semana. Llegan animados por otros inmigrantes o a través de redes de intermediarios que, según el Gobierno portugués, están ahora bajo investigación.

No es raro encontrar a temporeros compartiendo casas sin luz y sin agua caliente. Pagan entre 100 y 150 euros al mes cada uno. Pagan también por el transporte al campo, la comida y los papeles. Y ayudan a sus familias en sus países de origen. Las cuentas no cierran.

La mayoría sale adelante gracias al trabajo de las ONG, como se constató en un recorrido por Beja, la capital del Alentejo, donde el drama se repite. “Son situaciones de atentado a la dignidad humana”, alertó Manuel Barbosa, portavoz de la Conferencia Episcopal lusa. La situación “no es exclusiva ni de Odemira, ni del Algarve, ni del sur del país. Se trata de un problema estructural sobre el que no hemos tenido cautela en sus diferentes dimensiones”, denunció la líder parlamentaria del animalista PAN, Inês de Sousa Real.

Alentejo. La transformación alentejana se llama Alqueva, el embalse más grande de Europa occidental, creado con fondos europeos hace 20 años. Donde había campos de trigo, proliferan ahora cultivos intensivos y kilométricas extensiones de invernaderos que agotan las reservas del suelo y del embalse. Hoy, Alentejo es uno de los mayores exportadores mundiales de aceite y el precio de sus tierras se ha disparado, aunque los ecologistas hablan de “basureros de plástico a cielo abierto”.