l calendario deshoja los últimos días de este aciago 2020 y con las uvas llegará la fecha límite para alcanzar un acuerdo pacífico de salida del Reino Unido de la Unión Europea. El 31 de diciembre, por las buenas o por las malas, los británicos dejarán de ser ciudadanos de la UE en toda su extensión. Y a poco más de treinta días de la conclusión de este drama shakesperiano nadie puede garantizar si la negociación en curso llegará a buen puerto. Nos separan contenidos tan relevantes como la competencia justa, la gobernanza y la pesca. La realidad es que pese a haber quedado ensombrecido por la crisis de la COVID-19, el Brexit sigue siendo el desafío más grave al que se ha enfrentado el proyecto europeo: será la primera vez que un miembro abandone la Unión y ello conlleva riesgos de todo tipo para los 27 socios que permanecen unidos. De ahí, que el resultado final de la negociaciones no puede resultar un cierre en falso para la UE, en el que cualquiera pueda ver debilidades a futuro.

El objetivo de los británicos con el Brexit era muy simple: no pagar una alta contribución por ser miembro de la UE y renegociar un acuerdo comercial que le abra las puertas del mercado interior europeo. La cuadratura del círculo consistente en divorciarme y seguir usando la casa del matrimonio. Por eso, los negociadores de la UE con Barnier a la cabeza fijaron unas líneas rojas infranqueables desde un principio: garantizar un trato justo y equitativo a los ciudadanos de la UE que viven en Reino Unido y a los británicos que residen en países comunitarios; pagar la factura pendiente del periodo presupuestario 2014-2020, alrededor de 60.000 millones de euros; respeto de los derechos de Irlanda en la frontera con Irlanda del Norte y, por supuesto, que el futuro acuerdo comercial en ningún caso afectará a la Unión Aduanera de la UE. En lo único que flexibilizó Bruselas su postura fue respecto a Irlanda del Norte y a cambio, Reino Unido admitía que debería alinearse con las reglas comunitarias en materia ambiental, climática y de legislación de los derechos de los trabajadores.

En las últimas semanas, y pese al contratiempo que ha supuesto el confinamiento de Barnier por positivo de coronavirus de uno de sus colaboradores cercanos, las posturas de ambos lados del Canal de la Mancha se han acercado notablemente. Tres son ahora las principales dificultades para la firma. Primero, el acuerdo pesquero, ya que los británicos defienden hasta el último metro de su costa frente a la supuesta amenaza de los pescadores franceses y españoles, que tan sólo aspiran a seguir faenando después del Brexit como venían haciendo durante décadas. Segundo, un compromiso de competencia leal, es decir, evitar el uso competitivo de las ayudas de Estado y la normativa medioambiental, laboral y fiscal. Y, en tercer lugar, una mínima gobernanza del acuerdo, en todo lo relacionado gestión y supervisión, mecanismo de resolución de disputas, aplicación efectiva y orden jurisdiccional.

Las dos partes nos jugamos, en gran medida, el ser o no ser en el futuro. Reino Unido ha echado un órdago geopolítico que afectará a muchas de sus generaciones venideras para bien o para mal. Uno de las palancas que siempre han inspirado esta decisión es el apoyo trasatlántico a su salida de la UE. Con Donald Trump, enemigo declarado de la Unión en la Casa Blanca, la esperanza de contar con el aliado tradicional en Washington daba alas al inquilino de Downing Street. Ahora con la llegada en enero de la Administración Biden, las relaciones EEUU-UE se normalizarán lo que establece un clima menos propicio para Boris Johnson. Bruselas, sin embargo, no puede titubear en este momento final de la negociación. Cualquier muestra de debilidad abriría la esperanza de salida para las fuerzas políticas eurófobas que o gobiernan o aspiran a gobernar en Estados miembro de la Unión Europea. Irse de la UE tiene que salir caro o el valor de la unidad será nulo.