- Mientras espera que su mujer venga a recogerlo, José Julio Ramos fuma un cigarrillo y piensa en las desgracias de su patrón: la colada de lava le ha sepultado ya dos casas arriba en la montaña y dos fanegas de cultivo. El drama del volcán se extiende en cadena, sabe que puede que su jornal peligre. “Es lo que toca, seguir en la finca, no queda otra”, explica este palmero de 40 años con cuerpo de derribar los sábados en el terrero de lucha canaria al puntal del equipo rival, como todos los que se dedican a su oficio, tremendamente físico: cargar piñas de plátanos. El hombre está sudoroso, más de lo habitual. Recoger plátanos enfundado en un mono de cabeza a los pies, con mascarilla y gafas eleva el esfuerzo a otro nivel y ni siquiera protege del todo. No hay más que verle la cara, tiznada de ceniza, o la camiseta, hecha jirones y completamente negra.

“Este es un trabajo duro, pero mucho más ahora, porque todo te cae encima. Tienes que ir con los ojos tapados, también las orejas, que se te llenan de ceniza... La pasas mal”, apunta. Y eso que no han estado cortando plátanos, sino solo “deshijando”, arrancado las nuevas matas, porque la finca “no puedes abandonarla; si no, lo pierdes todo”. “Es jodido, bastante jodido. No es lo mismo que trabajar en una platanera antes. Esperemos que acabe rápido”, relata. ¿Y cómo era antes? En una mañana, se explica, cortaban y sacaban de 300 a 400 piñas (matas de plátano, de 40 o 50 kilos cada una), pero en este momento, “si sacas 100, te puedes dar un golpe en el pecho”.