Tu hijo se quita la mascarilla en cuanto te das la vuelta y lo sabes. La niña se siente una marciana porque es la única de sus amigas que la lleva. El crío dice que para jugar a dos metros no sale. Las medidas de seguridad impuestas por la pandemia traen de cabeza a padres y madres. El psicólogo clínico Luis de la Herrán despeja sus dudas.

Hay menores a los que les pones la mascarilla y te dicen que a ver cuándo van a "ser libres". ¿Qué sentimientos les produce?

—La mascarilla, por sí misma, no le resulta negativa a un niño, salvo que su padre o madre vivan la pandemia con bastante miedo y preocupación y le digan: Ahora, cuando bajemos a la calle, te tienes que poner la mascarilla. Ahí hay una mayor posibilidad de que vivan la mascarilla de una manera perjudicial o incómoda. Depende de cómo se lo tomen los adultos de referencia, hay más probabilidades de que lo asuma como algo más normalizado, coyuntural o incluso positivo: Menos mal que me la pongo y estoy más protegido.

¿Puede hacer la mascarilla, por la 'barrera' que supone para comunicarse, que se retraigan?

—No. Para que un chaval se ponga la mascarilla y concluya que se siente aislado del resto tiene que haber otros elementos, por ejemplo, sentir una certeza de que va a ser rechazado por llevarla, sentirse como un pringado o una pringada, sentir que se van a reír de mí o voy a parecer un tonto. Cuando yo tengo esa idea muy fijada en mi cabeza, eso es lo que hace que me sienta mal con la mascarilla, porque, aunque nos tapa la boca, el hecho de llevarla no dificulta directamente la comunicación.

La distancia de seguridad no ayuda a socializar. ¿Podría ser 'peor' hacerles cumplir esta medida que se junten y asumir el riesgo?

—Es bueno que mantengamos esa medida y se lo digamos a los chavales, a pesar de que se sientan más distantes. Es mejor tener esa dificultad que decirle: Bueno, júntate, que si no, vas a acabar frustrado. No van a acabar frustrados. A veces nos da miedo marcar límites. Nos da la sensación de que les estamos presionando y se van a romper, pero los adolescentes, sobre todo, los niños, tienen mucha más capacidad de aguante en intensidad y en tiempo para el estrés que los adultos.

Puede que tu hijo o hija, de entre 7 y 12 años, sea de los pocos del parque con mascarilla. ¿Hay que enseñarle a sentirse un 'perro verde'?

—Con esas edades la figura del padre o de la madre debe de ser más intensa y marcar un límite con firmeza, a pesar de lo que digan los demás, porque esto es un ejemplo de cómo esa personita va a tener que lidiar con su idiosincrasia frente al grupo. Es una oportunidad para que los niños se autoafirmen: Mis padres me han dicho que me la ponga, yo creo que me la tengo que poner y si vosotros os reís, tengo que hacer ese esfuerzo por diferenciarme y hacer lo que a mí me parece. Le hacemos flaco favor si le decimos a un hijo de 8 años: Si los otros no se la ponen, tú tampoco. Estamos haciendo que no defienda lo que él cree y ese es un valor muy importante en la edad adulta, que es más difícil que se dé si no se ha practicado en la infancia.

En el caso de los adolescentes, a ver quién se atreve a ponérsela si nadie en la cuadrilla la saca del bolsillo.

—Los adolescentes ya van teniendo su propio criterio, su espíritu crítico y buscan información. Si un adolescente piensa que la mascarilla es importante, es una oportunidad de oro para marcar su posición frente al grupo. Muchos adolescentes quieren pasar desapercibidos porque tienen miedo al conflicto, a ser diferentes. Esto les hace mutarse con el grupo, abandonando lo que son. Pese a la potente sensación de pertenencia, yo tengo que ser yo mismo. Si unos chavales van a quedar, uno dice que sus padres no le dejan y los otros se ríen, él tendrá que decir: Si os reís de mí, no vais a ser buenos amigos, no estáis respetando mi particularidad.

A esa edad, todos se creen inmunes y resulta difícil concienciarlos.

—Hay un clave muy importante, que es la percepción sesgada del riesgo. A mis amigos no les pasa nada, las noticias no hacen más que hablar de las residencias... Conclusión: Yo soy inmune. Para saber si me tengo que poner la mascarilla o no, busco los datos que me convienen. Pregunto a mis padres cuál es el riesgo de contagiarse, ¿ves?, pues no hace falta. Llevo más de 15 días relacionándome con mis amigos y no pasa nada. Me quedo con ese dato y ya está. Desde esa posición segura, con buena autoestima, de que no pasa nada y yo controlo, ¿cómo revertimos eso?

Denos unas pautas, por favor.

—Los adultos tenemos que explicarles que hay un riesgo, que esta enfermedad puede ser asintomática, por lo que, sin enterarse, pueden habérserla pasado a todos sus colegas, pero a la vez tienen que experimentar en propias carnes dos cosas. Una, en negativo, que sería visibilizar a nivel escolar o a través de campañas testimonios de personas que han sufrido y están sufriendo en esta lucha contra el virus, como familiares de fallecidos, sanitarios, personas que no han podido despedirse de sus abuelos en las residencias... Sin ser morboso, señalaría lo negativo más y no hablaría de desescalada, que suena a que ya se ha pasado, sino de pandemia. En la parte positiva, los adolescentes tendrían que tener modelos de personas que demuestren que el comportamiento que les estamos pidiendo funciona y merece la pena. Es decir, más Fernandos Simones, que saben de lo que hablan, dan datos, pasan la enfermedad, se protegen y son coherentes, para que vean que ese es el modelo que hay que copiar.

Adultos sin mascarilla por la calle, en los parques, en las terrazas... ¿Es fundamental que los progenitores prediquen con el ejemplo?

—Una de las cosas que tenemos que hacer de cara a los adolescentes es tener una coherencia absoluta. Si te digo que tienes que usar la mascarilla, cuando yo vaya a visitar a los abuelos con un cuñado tengo que ponérmela sí o sí. Eso es lo que yo veo que no se hace del todo. Cuando yo marco una pauta, mi coherencia es lo que marca también la referencia e influye en que la cumpla.