unca he tenido la sensación, y me imagino que la mayoría de los lectores tampoco, de sentirme timado en una farmacia, todo lo contrario. Es un establecimiento que inspira confianza por lo que supone y por quienes se encuentran al otro lado del mostrador. Las oficinas de farmacia tienen obligación de disponer de una serie de productos para los pacientes, entre los que no se encuentran las mascarillas quirúrgicas, esas que evitan que se expulsen con la respiración gran parte de los microorganismos de quien la lleva puesta. Viene esto a cuento del último esperpento populista del comité de expertos que gestionan la crisis del coronavirus, fijando un precio máximo de venta al público de 0,96 euros por mascarilla. Uno se pregunta si obligarán a los distribuidores de productos farmacéuticos a buscarlas en los mercados, interior o exterior, o si, por el contrario, se las facilitará el Ministerio de Sanidad, y si será a través del mismo intermediario que les vendió los test defectuosos, por los que pagamos a escote, no se nos olvide, siete millones. Y no pasa nada. ¿Se imagina alguien que las farmacias se negaran a vender las mascarillas? Insisto, están en su derecho, como en tiempos felizmente pasados, algunas no vendían condones, por ejemplo.

Parecería lógico que ahora que disponemos de tres máquinas nuevas que han transportado los militares desde China hasta Bizkaia y, además, una fábrica en Hernani, fueran suministradas a las farmacias por la propia Administración y las vendieran a ese precio intervenido, con algún sistema de control, tarjeta sanitaria por ejemplo, aprovechando la extensa red de atención sanitaria que suponen en toda nuestra geografía las oficinas de farmacia, con unos profesionales sanitarios, a nadie se le olvide, tampoco a Simón y sus asesores que, además, pueden explicar su modo de uso. No nos olvidemos de Joaquín y Alberto, del vertedero de Zaldibar. Acordarse de comprar producto local.