aura Tarela tiene 90 años, la cabeza aún muy lúcida y una larga vida en la que se entrometieron la Guerra Civil, una Guerra Mundial, la reconversión industrial y la gran recesión de 2008. Ahora, aislada en su piso de Pasai Antxo, resiste a la pandemia, sola, "pero no en soledad".

Sus cinco hijos, nueve nietos y otros tantos bisnietos, nueras, yernos y el resto de su extensa familia velan por ella, en la distancia, eso sí, porque ninguno quiere meter en casa de la "abuela" el "maldito bicho" que se está cebando en nuestros mayores.

Laura, como tantos otros de su edad, lleva "como puede" el confinamiento, "unos días más alegre y otros más triste". Sabe que forma parte de uno de los colectivos de más alto riesgo y se toma "muy en serio" lo de no salir, aunque admite que los 31 días que lleva "enclaustrada" en casa se le están haciendo "muy pero que muy duros".

Conscientes de que poner un pie en la calle podría resultar fatal para ella, sus allegados la abastecen de comida, artículos de higiene personal, productos de limpieza y "todo lo que sea necesario".

"El problema es que no pasan a casa. Me lo dejan todo en la puerta, y yo echo de menos un beso, un abrazo... el contacto con las personas", se lamenta esta nonagenaria gallega, llegada a Euskadi en la década de los 50 junto a su marido Alfonso, pescador primero y acuchillador después, cuya compañía añora ahora "más que nunca" en los casi ocho años que ya le falta.

"Fíjate que incluso a veces le hablo, le cuento cómo están las cosas y siento que él me apoya", explica Laura a Efe desde el otro lado del hilo telefónico que, a falta de las "modernidades" de Internet, se ha convertido en su único vínculo con el resto de la familia.

"Unas veces me llaman los hijos, otras las nueras, alguna tarde hablo con los nietos y el otro día me llevé la enorme alegría de recibir un telefonazo de mis sobrinas de A Coruña", explica con el ligero acento gallego que aún mantiene, sin ocultar cierta morriña.

Las amigas y los vecinos también son "de gran apoyo", confiesa. Las primeras, con las que "cuando las cosas estaban bien" salía a dar largos paseos y a tomar algún café, han organizado un sistema de llamadas recíprocas que cumplen a diario para "saber que todas se encuentran perfectamente", que el coronavirus no ha hecho mella en ninguna y, de paso, "matar un poco el tiempo" charlando.

"Sentir la presencia de los vecinos también me ayuda mucho", explica agradecida Laura. "Salgo al patio y hablamos de ventana a ventana. Están pendientes de mí y yo de ellos. Me preguntan qué tal estoy y si quiero que me traigan leche o pan. Esta situación siempre saca lo mejor de las personas", recalca, sabedora de que otros muchos ancianos en toda España viven una situación muy parecida a la suya.

Sobre todo los que están ahora "pasándolo tan mal" en algunas residencias. "Fíjate, aquella noticia de los que encontraron muertos en un centro. ¡Pobre gente! ¿Cuándo acabará esto?", se pregunta compungida.

Mientras espera el ansiado fin del confinamiento, la televisión y la radio le hacen mucha compañía. Al tiempo que escucha las noticias, se mantiene activa limpiando, "a poquitos", una casa que ya tiene como la patena, y haciendo ejercicio en la bicicleta estática. "Un cuarto de hora despacito, que si no me agoto mucho", aclara.

Laura también da paseos por el largo pasillo de su casa, apoyada en el bastón que le acompaña desde la tercera vez que le operaron la pierna izquierda, hace ya unos años.

Así, poco a poco, va dejando pasar el tiempo, que se hace largo, hasta las ocho de la tarde: el momento del día que con más ganas espera, para salir a la ventana a aplaudir a los sanitarios "que luchan por todos".

"Esos sí que tienen mérito" asegura con firmeza. Mientras ella, a su manera, les ayuda: sin salir de casa, "resistiendo", como toda su vida ha hecho.