Abu Sager no deja de fumar en este deslumbrante paraje donde solo la visita de colonos, casi siempre de madrugada, perturba la paz y el sosiego. El entorno es idílico. Más aún en un día soleado que aviva el verdor de un campo salpicado de hortalizas y frutales. A sus 70 años, con sus ojos cansados de tantos desvelos y un pie vendado, Sager se ha convertido en un referente de la resistencia en favor de tantos beduinos amenazados. "Mis padres y mis abuelos vivieron aquí. ¿Cuál es el motivo para que me tenga que marchar?", se indigna el hombre, que medita sus palabras sentado, como un patriarca que se aferra a las raíces de su pasado.

Le acompaña Kefaya Frehat, tanto o más activa en la defensa de su dignidad como persona. La mujer, vestida de negro de pies a cabeza, dice que no piensa dejarse amilanar por ninguna fuerza militar en este remoto paraje del valle, desde donde se divisa Jordania.

Tras varios días de viaje por Palestina, tras haber recorrido la ciudad fantasma de Hebrón, los muros de Jerusalén, el fortín de Nablus y los restos de la masacre en la ciudad judía de Haifa -a una hora de Siria- la delegación donostiarra se desplaza al valle del Jordán. Aquí se libra otra batalla: la del agua y la dignidad de sus beduinos. "Mi casa fue destruida siete veces. La actividad agraria es nuestro modo de vida. La ofensiva comenzó precisamente con el agua, que nos ha sido arrebatada en medio de este acecho militar constante", confiesa el palestino mientras apura el enésimo pitillo. Quizá por ello las condiciones higiénicas no son las mejores, y las moscas revolotean rabiosas de aquí para allá siguiendo el rastro de tantos visitantes.

Tras los Acuerdos de Oslo, todas las comunidades palestinas que forman parte del valle del Jordán quedaron situadas en Área C, bajo autoridad israelí, y rodeadas por zonas de entrenamiento militar y asentamientos de colonos. Los enfrentamientos son constantes. De hecho, la noche anterior a nuestra visita, la madrugada se vio alterada por maniobras del movimiento sionista.

La comunidad beduina, que ha recibido el apoyo de diferentes campañas internacionales solidarias, vive un proceso acelerado de limpieza étnica. Todo ello ocurre en Bardala, donde Abu y sus vecinos reciben a la delegación donostiarra, al norte del valle del Jordán.

La gratitud del pueblo palestino es una constante allá donde vayas. Siempre hay un té, un café o unas pastas que ofrecer. En esta ocasión han preparado una paella o maqluba, como se conoce esta sabrosa combinación de arroz, carne y verduras tan presente en estas tierras. "Israel reconoce que somos palestinos. ¿Dónde quedan entonces nuestros derechos para reconstruir nuestras casas?". Las políticas sionistas no solo apuntan contra la agricultura palestina, sino que también tienen como objetivo destruir las importantes conexiones económicas y sociales entre toda la población, según viene observando el veterano beduino.

El proyecto de aislamiento y guetización es algo que se puede comprobar durante todo el recorrido a la largo de Cisjordania, donde queda grabado en las retinas el constante saqueo de tierras en beneficio de los colonos judíos. "Nos impiden el acceso a las aguas del río Jordán. Nuestras cisternas son destruidas, y las contaminan con aguas residuales", retoma Sager, que acusa ciertos problemas de salud y quiere dar paso a otras generaciones de luchadores.

A unos cien metros de la zona campestre donde tiene lugar la charla dos niños juegan con palos y tierra mientras su madre abona el campo. El Gobierno israelí impide construir escuelas cercanas para fomentar el aislamiento. Sin prisa pero sin pausa, el objetivo siempre es el mismo: acabar absorbidos por los asentamientos. Los vecinos relatan que han intentado restaurar algunas zonas para ubicar escuelas móviles que el ejército israelí destruye con bulldozer.

No es extraño que la población haya ido cayendo en picado, pasando de los 300.000 habitantes palestinos de otro tiempo a los 55.000 actuales. "Todo esto está ocurriendo a ojos de la comunidad internacional sin que nadie mueva un dedo", denuncia el hombre.

En Bardala la batalla por el agua es feroz, como lo es el amedrentamiento y la persecución. A Kefaya Frehat le obligaron a pagar una multa de casi 2.000 dólares. Su delito: vivir junto a un pozo de agua. El ejército solo busca asustarla, aunque a juzgar por su reacción no parece que vayan a lograr ese objetivo. "Llegaron a casa de madrugada. Me dijeron que tenía que ir a un centro de policía y, cuando me trasladé, ni siquiera sabía de qué me acusaban. Luego me dijeron que era por robar agua. Quieren que me marche, pero no lo haré. Después de aquello, regresé a mi casa y aquí sigo", levanta la voz la mujer, que recibe una salva de aplausos de sus convecinos.

De regreso hacia Ramallah, hacemos un alto en el camino para comprobar la importancia de colaborar con las cooperativas agrícolas, como hace el Ayuntamiento donostiarra con la financiación de proyectos. Nawal Khalil muestra el lugar donde crían 3.200 gallinas. "Hemos recibido el ataque de judíos, que sueltan jabalíes para que destrocen los terrenos y culebras para que piquen a nuestros vecinos". El enésimo ejemplo de la batalla que se libra.

El alcalde de Ramalah, Musa Hadid, recibe a la delegación donostiarra, denunciando ante la comunidad internacional el proyecto sionista de expansión. Habla del bloqueo de productos israelíes. "¿Acaso debo pagar el coste de la bala que mata a mi hijo?", se pregunta frente a los integrantes de la delegación. "Anhelamos vivir en paz con el Estado de Israel, pero si las cosas continúan así no va a ser posible. Europa tiene que jugar un papel más activo en defensa de los derechos humanos porque lo peor es sentirte esclavo de otro ser". Levantando la cabeza y a preguntas de este periódico, el regidor responde alto y claro: "Solo necesitamos una cosa, que se cumpla una sola resolución de Naciones Unidas".