ué digo llover, chuzos de punta es lo que está cayendo desde quién sabe cuándo. Por si fuera poco diluvio la pandemia, de la que no hemos acabado de salir por más entusiasmo que le pongan, nos hemos encontrado en medio de esa figura retórica cursi y pedante que llaman la tormenta perfecta. O sea, aún hay gente que se está muriendo a consecuencia del covid-19, aún deambulamos con la mascarilla quita y pon, y de repente se nos ha venido encima el aguacero de una guerra atroz a dos horas de avión, una guerra de las de antes, con miles de muertos, millones de refugiados que huyen despavoridos del terror, que abandonan sus casas sin saber si las volverán a encontrar en pie, que se amparan en el desarraigo de un destino incierto y extraño.

No es nuestra guerra, dirá el ingenuo, o el insolidario. Pues sí, es nuestra guerra, porque nos interpela ante un flagrante abuso de poder, porque pone a prueba nuestra capacidad de acogida, porque queda en manos de un demente la posibilidad de que todo lo nuestro -y lo suyo- salte por los aires si aprieta un botón, porque cualquier provocación puede hincharle la vena y acabemos todos anegados en una tormenta de desolación.

Llueve, vaya si llueve para todos la consecuencia de la globalidad, la dependencia ignorada de las fuentes de energía que paraliza nuestro orgulloso desarrollo de primer mundo.

Ya chispeaba el chubasco de lo que iniciada la guerra es aguacero de los precios del carburante y la electricidad. Ahora ha llegado la tromba de agua de la inflación, del disparate de un IPC desbocado que no tiene ninguna pinta de contenerse. En medio de esta borrasca, estalla el trueno de la traición de España al pueblo saharaui.

Mira uno a través de la ventana de la vida, y a esa tromba de agua que amenaza con anegar nuestra estabilidad se le suman chubascos aislados pero no por ello menos molestos que nos impiden levantar cabeza. Huelgas implacables, protestas airadas de colectivos varios, la confrontación permanente como única forma de hacer política y la sensación turbadora de que todavía pueden las cosas ir a peor.

Llueve, vaya si llueve, pero no hay lluvia que no escampe. No nos queda otra que confiar en que en algún momento el autócrata Vladímir Putin se conforme con lo que Ucrania vaya a ceder y suspenda la invasión. Pierde el débil, claro, como la historia nos enseña.

No nos queda otra que confiar en que las medidas que tomen los gobiernos para paliar los efectos de la inflación puedan llevarnos al menos a la situación previa a la guerra.

Algunos quedarán en la cuneta, pero es el mercado, amigo. En cualquier caso, estamos vivos, amanece todos los días la primavera aunque, ya es casualidad, también llueve.

No nos queda otra que confiar en que el autócrata Putin se conforme con lo que Ucrania vaya a ceder y suspenda la invasión