a saben ustedes de la asistencia de Boris Johnson, botella en mano, a una fiesta con sus colaboradores durante los momentos más duros del confinamiento, despreciando las limitaciones que se imponían al resto de británicos. Al parecer hubo más celebraciones de este tipo en Downing Street.

Siempre he visto en Boris el carácter narcisista y adolescente de un hombre caracterizado por un profundo egoísmo personal y por una forma oportunista y utilitaria de entender la política. Su elusiva y acomodaticia relación con la verdad es bien conocida. Empezó su carrera en The Times, de donde fue despedido por inventar citas y datos. Pasó a The Daily Telegraph donde, aficionado ya al adictivo riesgo de la transgresión, siguió aderezando sus historias con un muy característico punto de chismosa y maledicente fantasía. Su alocado estilo de escribir, de ser y de parecer le fue encaminando poco a poco a la cumbre del dinero y de la fama.

Boris es un personaje que juega con los convencionalismos de una manera infantil, como si una meada fuera de tiesto constituyera siempre un valiente ejercicio de libertad. Sus jaimitadas la mayor parte de las veces no pasaban de ser mamarrachadas de niño rico malcriado, pero como le han dado siempre buen resultado Boris continúa, a pesar de los años y las responsabilidades, actuando como aquel chiquillo mimado y malote que tras su enésima bribonada se presenta ante los adultos con una excusa peregrina e imposible musitada entre dientes, sin ánimo contrito ni sincero propósito de enmienda, con una sonrisa aviesa que conquista a los incautos que quieren tragarse sus mentiras una y otra vez.

Boris ha empleado la brillante inteligencia con que natura le ha dotado y la impecable educación elitista que ha recibido para trucarla en el mercado de la vida por un éxito tan espectacular como inútil para cualquier otra cosa que no sea la construcción de su propio personaje. Boris es el tipo tramposo y sociable, seductor de descapotable y abandono, indiferente al hecho de que alguien tendrá que pasar por detrás a limpiar sus ciscadas y arreglar sus desmanes. Le ha funcionado toda la vida. En su éxito tiene, me temo, su desgracia: tras una carrera de mentiras e irresponsabilidades, seguidas a cada ocasión por esa belle indiference del idiota moral, no quedará de él más que la memoria del perjuicio causado a su país.

Escucho sus palabras de disculpa y me sorprende que aún se lamente de que la gente no sea capaz de entender su versión, que él asistió a una reunión de trabajo aunque fuera en formato de fiesta con botellas y canapés. En su mente la cosa es fácil: a él nunca se le han aplicado las normas que operan para el vulgo, ¿por qué deberían hacerlo ahora?, ¿por qué esta vez no funciona su otrora irresistible guiño malicioso de niño despeinado pillado en falta? Es posible que Boris sea emocionalmente incapaz de entender que la gente esté molesta por que haya hecho lo que prohibía a otros. ¿No es eso precisamente lo que significa ser élite?, ¿no le votaron por ser un enfant terrible capaz de saltarse las normas del convencionalismo político y burlar a todos sin pagar nunca las consecuencias?

Nos traiciona quien nos falla, nos traiciona aquel en quien teníamos depositada una justificada confianza, nos traiciona quien rompe su promesa de credibilidad. Pero no puede traicionarnos quien ya lo hizo en el pasado en cada ocasión que tuvo. A su modo Boris no traiciona cuando traiciona. No engaña cuando miente. El engaño es su forma de transparencia; la mentira, su forma de autenticidad. Veo en él una retorcida coherencia.

Boris está perplejo. No entiende por qué la gente le reprocha de pronto ser el personaje que abiertamente siempre fue. No entiende por qué la profesora, el padre o el vecino de la ventana rota por el balonazo intencionado no le aceptan ahora, con una carantoña y un caramelo de premio, la misma mentira que siempre ha servido. No tiene sentido. Y en esa su verdad más profunda, Boris lleva razón.