e todos es sabido a estas alturas que el Gobierno Vasco ha solicitado del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (TSJPV) autorización para implantar el conocido como pasaporte covid, es decir, el requerimiento de presentar la acreditación de estar debidamente vacunado para acceder a determinados lugares y servicios o participar en algunas actividades.

Es una medida que otros países europeos llevan meses aplicando con la mayor naturalidad a un número de supuestos más amplio que los recogidos en la propuesta del Gobierno Vasco. Hace unas semanas les conté en esta columna mi experiencia con este pasaporte tras unas semanas en Suiza: uno se acostumbra rápido y no resulta una carga significativa si todos ponemos de nuestra parte con leal intención de colaborar por el bien común. Sin esa voluntad la cosa se complicaría, eso es cierto.

La fiscalía del TSJPV considera la propuesta "razonable e idónea". La medida cuenta con un precedente similar resuelto favorablemente por el Tribunal Supremo y el propio presidente del TSJPV ha hecho unas declaraciones en que, con la prudencia a la que su cargo obliga, parece apuntar en la misma dirección. Yo también estoy a favor, pero hasta no ver la resolución publicada no me adelantaré a darlo por hecho, puesto que esta sala ya ha mostrado su capacidad de sorprendernos con las interpretaciones más peregrinas, incluso si para ello ha debido en ocasiones desafiar el conocimiento científico.

Pero no quiero aquí tratar el asunto desde un punto de vista jurídico, sino comparar nuestra situación, medidas y debates con los de otros lugares.

Así, por ejemplo, me han llamado la atención las declaraciones de la oposición en el Parlamento Vasco relacionando esta nueva ola en Euskadi a la mala desescalada, "a golpes" y sin "coherencia", del Gobierno de Urkullu. Entiendo que la labor de la oposición es cuestionar el quehacer del gobierno, pero un poco de rigor sería bueno ante un asunto tan grave. El caso es que esta ola no solo afecta a Euskadi, sino a toda Europa. Ahí está la Alemania de Merkel en una situación dramática que está desbordando el sistema sanitario. "Los pronósticos son extremadamente sombríos. Estamos en situación de emergencia y quien no lo vea estará cometiendo un grave error", ha dicho el presidente de la autoridad científica de referencia en Alemania. Ahí está Austria volviendo a los confinamientos y considerando la obligatoriedad de vacunarse. Ahí está Bélgica llamando a la vuelta al teletrabajo. Ahí están, con situaciones y decisiones similares, todos los países de nuestro entorno, desde Grecia en el sur hasta Letonia al norte, haciendo frente a un fenómeno de dimensión europea.

¿Debemos entender que las cifras de Alemania, Austria, Dinamarca, Holanda o Bélgica se deben también a la falta de previsión de Urkullu, cuyos efectos extraterritoriales son ya de alcance continental? ¿O es que todas las democracias europeas están casualmente gobernadas por el mismo perfil de ineptos e ineptas que no evitaron eso que era tan evidente, que según la oposición "todos sabíamos", y que eso dirigentes -por maldad o por incompetencia- ignoraron?

En la gestión de la pandemia, tanto en Euskadi como en Alemania, se han cometido errores. Y es necesariamente inevitable por al menos dos razones. La primera es que se trata una situación sin precedentes en la que todos aprenden -y eso es bueno- cosas nuevas sobre la marcha (desde el Instituto Robert Koch hasta Osakidetza; desde Merkel a Urkullu). La segunda es que en cada decisión política hay que equilibrar infinidad de intereses contrapuestos e incompatibles entre sí, de modo que, por definición, no se pueden satisfacer por completo todas las necesidades. Por legítimas que muchas de ellas resulten hay que contrapesarlas. Sobre esta base, las criticas son no sólo posibles sino absolutamente necesarias en una democracia sana. Pero desconocer estos dos principios en la crítica es, sencillamente, hacer oposición "a golpes" y sin "coherencia".