lpopulismo es seguramente un fenómeno tan viejo como la política, ya lo explicaron griegos y romanos. Pero hoy cuenta con nuevos y potentes recursos.

El populismo, sea de izquierdas o de derechas, trata de evitarnos el vértigo insoportable de la complejidad. No entendemos bien el mundo que nos rodea. Desconocemos los retos del futuro y los del presente exigen de nosotros cosas confusas e incluso contradictorias que desafían las convicciones que nos habían servido hasta la fecha. Ante lo nuevo muchas convenciones sociales e incluso algunos de nuestros mitos quedan obsoletos. Pero nos resistimos a cambiarlos puesto que nos han resultado útiles y han conformado nuestra identidad, nuestra forma de mirarnos y relacionarnos. El populismo nos regala el espejismo de que todo esto no es tan difícil como parece, que bastan media docena de ideas fuertes y claras para recuperar la paz de creer que entendemos lo que nos pasa y la seguridad de confiar en que alguien tiene soluciones para lo que nos angustia.

El populismo juega con nuestra necesidad de pertenecer al equipo de los buenos. Nos percibimos inocentes y necesitamos que otro sea, por contraste, culpable. Puede ser el inmigrante, el extranjero, el diferente. Pueden ser los intelectuales o los periodistas. Pueden ser los políticos o las élites poderosas. Pueden ser el capital, las empresas eléctricas o las multinacionales farmacéuticas. Frente a ellos nosotros somos el pueblo victimizado, somos la gente, somos las personas de bien, somos la calle. Por definición estamos en el lado bueno. Identificar al culpable nos ahorra la penosa labor de comprender las migraciones globales, la regulación de la propiedad intelectual o la factura de la luz.

El populismo tiene gran poder movilizador. Para ello renuncia a los matices, al debate pausado y pautado, a la más mínima discrepancia frente al discurso correcto. La democracia liberal y el estado de derecho son en cambio aburridos y grises. No se atreven con las afirmaciones demasiado tajantes, definitivas y absolutas. No consiguen movilizarnos. Son burocráticos, formalistas, garantistas, fríos e insensibles. Algo de esto nos sucede, por ejemplo, con el proceso de construcción de Europa, que no enardece, no enamora, no engancha. Como ya no nos hace vibrar con pasiones juveniles lo llenamos de reproches.

Deberíamos pedir que líderes e instituciones nos traten como ciudadanos mayores de edad y razonablemente inteligentes a los que se puede explicar la complejidad de las cosas, que podemos soportar la idea que no hay soluciones mágicas a todos los problemas. Deberíamos premiar a los que nos propongan retos compartidos exigentes y no a las figuras paternalistas que nos ofrecen aliviar el peso de nuestra responsabilidad.

Pero lo cierto es que el populismo juega con ventaja, más aún en tiempo de información al instante, de inmediatez absoluta, donde el éxito se mide por el número de seguidores, de reacciones o de conexiones, para lo cual todo debe ser instantáneo, escandaloso, provocador, superficial, un poco tramposo, más emotivo que razonado y más reactivo que propositivo. Quizá la democracia necesite hoy más de las artes del horticultor que del héroe: el cultivo discreto, con mimo y visión a largo plazo, consciente de la complejidad de los elementos y de que no puede controlarlos todos, que se hace responsable de sus errores y sabe que pagará por ellos el día de la cosecha, que planta frutales para que los disfruten un día lejano sus hijos y sus nietos. El héroe, sin embargo, es espectacular, brillante e inmediato. El relámpago deslumbra, pero no aprovechamos su luz.

Con demasiada frecuencia la lógica de las redes sociales no ayuda, pero deberíamos aspirar a resistir y exigirnos algo más. Debemos buscar información, conocimiento y políticas de más largo alcance, de horizonte más amplio, de cocción más lenta, de maneras más serenas. No es un proyecto fácil. Seguramente la democracia y la libertad nunca lo fueron.