l catalán Jordi Nadal cuenta en un libro recientemente publicado su experiencia de crear una editorial en momentos de crisis y mantenerla viva durante una pandemia que cerró librerías. Es una breve obra llena de perlas, de reflexiones y de historias como la del volcán Tambora (Indonesia) que causó en 1815 la erupción más mortal de la historia y alteró el clima provocando el "año sin verano" en 1816. La producción de alimentos mundial se redujo dramáticamente y derivó en la peor hambruna del siglo XIX.

Fue en ese año sin verano cuando Lord Byron, Mary Shelley y otros amigos se reunieron y crearon a Frankenstein y al antecedente de Drácula. La falta de alimentos inspiró además otras creaciones. La escasez de cereal para alimentar a los caballos, por ejemplo, pudo haber dado la oportunidad a Karl Drais de desarrollar y comercializar su nuevo invento: una máquina de andar que se convertiría en lo que hoy conocemos como bicicleta. El libro de Nadal, no por casualidad, se titula La Invención de la bicicleta.

El poder de las crisis para destruir es bien conocido, así como su capacidad para crear. Es lo que algunos dan en llamar destrucción creativa. Un concepto un tanto darwinista quizá, pero que puede explicar aspectos del desarrollo de nuestras sociedades. Empresas, instituciones, servicios o empleos se vuelven obsoletos y son sustituidos por otros que responden mejor a las necesidades del momento. Se atribuye a Schumpeter la paternidad o al menos la popularización de estas ideas a mediados del siglo pasado. Él escribía sobre "el vendaval perenne de la destrucción creativa" que explica "el proceso de mutación que incesantemente revoluciona la estructura económica desde adentro, destruyendo incesantemente la antigua, creando incesantemente una nueva". Sus ideas no están muy lejos de la importancia que hoy damos a la innovación. No deberíamos desconocer, en todo caso, que a veces el vendaval schumpeteriano amenaza con llevarse cosas valiosas que queremos legítimamente proteger.

Luc Ferry insistía ya en la anterior crisis en que no debíamos llamarlo destrucción creativa, sino innovación destructiva, por razones de causa y efecto, así como por subrayar lo principal sobre lo secundario. Uno de los economistas contemporáneos más conocidos en estos asuntos es Philippe Aghion, reciente Premio Fronteras del Conocimiento del BBVA "por sus contribuciones fundamentales al estudio de la innovación, el cambio tecnológico y la política de la competencia". Acaba de publicar, junto a dos colegas del Collège de France, un libro titulado El poder de la destrucción creativa. Estos autores revisan desde la teoría económica y con datos actualizados a 2020 algunos de los puntos más calientes del asunto. Comparan, por ejemplo, la situación en los EEUU y en Dinamarca para concluir que las políticas de protección social pueden reducir los efectos negativos del proceso de destrucción sin frenar sus efectos creativos.

También se estudia la relación entre la innovación y la desigualdad. La innovación crea riqueza y, si bien no puede afirmarse que corrija la desigualdad medida como porcentaje de la riqueza del 1% más rico, sí crea mayor movilidad social y mayor igualdad de oportunidades. No es cierto, sin embargo, que todos podamos contribuir a la innovación -y beneficiarnos de ella- con iguales herramientas: "La educación y el estatus socioeconómicos de los padres son factores clave para determinar la probabilidad de que los hijos sean innovadores". Las políticas educativas y las políticas de innovación son a su juicio "las mayores palancas de crecimiento y de movilidad social". Aquí también "las escuelas desempeñan un papel importante en igualar oportunidades". Los autores subrayan además el papel clave de la investigación básica y la libertad académica para crear riqueza, igualdad y bienestar.

Quizá recordar alguna de estas reflexiones no resulte del todo extemporáneo ahora que debemos construir la sociedad poscovid.