an sido los indultos, pero podría haber sido cualquier otra cuestión sociopolítica que suscitara controversia social. La visión acerca de la democracia que defiende Casado, el líder del PP, queda definida de forma nítida cuando afirma que ni la patronal, ni los obispos ni los sindicatos estén legitimados para opinar sobre los indultos; es decir, que para este dirigente político, supuesto defensor de valores constitucionales como la libertad, la igualdad, la justicia o el pluralismo político (art.1º de la CE), expresar de forma razonada y cívica el acuerdo o el desacuerdo respecto a una medida adoptada desde el poder político queda fuera del ámbito de actuación de la ciudadanía.

Pero Casado no se conformó con esa afirmación: añadió que todos esos colectivos serán "cómplices" por apoyarlos. Si quienes deben aportar ejemplo muestran la vía del enfrentamiento, del desprecio y de la exclusión como cauce de expresión de sus ideas políticas, ¿qué cabrá esperar de nosotros, de la ciudadanía?

Tras haber fracasado en su intento de presión mediante la recogida de firmas contra los indultos, remató su intervención señalando que el Parlamento no puede estar al margen de los grandes debates y decisiones de este Gobierno. Igual hay que recordar al líder popular que el gobierno de Sanchez obtuvo una holgada mayoría parlamentaria en favor de su intención de conceder el indulto a los presos del procés. La moción del Grupo Popular, en la que se pedía al presidente del Gobierno que denegara los indultos solicitados para los líderes independentistas condenados, fue derrotada con 150 votos a favor y 190 en contra.

En la política de oposición ejercida desde las filas del PP causa furor la imposición de la polarización. O conmigo o contra mí. Parece triunfar esa perversa dinámica que pretende orillar las identidades políticas múltiples y las intenta subsumir en una lógica de tipo binaria de simple y rápida comprensión que se intenta extender también a nosotros, convertidos en una ciudadanía "tribalizada" en atención a la opción política a la que cada miembro de la misma haya votado y a la que parece pretender negar la posibilidad de huir de adhesiones inquebrantables o de seguidismos acríticos ajenos al pluralismo democrático.

La política no es, efectivamente, un juego en blanco y negro. La sociedad contemporánea tiene una enorme complejidad, que no puede ser comprendida si se la reduce a un principio explicativo único y excluyente. el liderazgo de Pablo Casado descansa sobre estas bases: buscar la bronca permanente, la descalificación y la crispación continua, jugar a la adhesión o al odio como únicas opciones, "ser o de los míos o mi enemigo". Este tipo de dialéctica de confrontación parece poder conferir, en apariencia, ciertos réditos electorales, pero en realidad se acaba, tarde o temprano, volviendo en contra de quien la exhibe.

No cabe construir ningún proyecto político desde lo negativo, desde el desprecio ni desde la prepotencia. La suma de gestos vacuos y demagógicos debería dar paso a una nueva cultura democrática anclada en el diálogo y la negociación.

Frente a este modo tan estéril como negativo de ejercer la labor de representación política cabría reivindicar la legitimidad funcional o instrumental de la política y de sus actores: que sirvan para resolver los problemas que genera la propia política, que dejen de lado la confrontación permanente y ensanchen las vías de acuerdo.

Todo ello pasa por superar inercias frentistas y admitir el respeto a la diferencia, a la discrepancia respetuosa, a la existencia de identidades plurales, a heterogéneos sentimientos de pertenencia.