a podemos quitarnos la mascarilla, de momento y según y cómo. Parece que ha pasado un siglo desde que conocimos a ese personaje entre cuitado, desaliñado y supuestamente sabio. Ese Fernando Simón que, muy posiblemente y como todos, comenzó dando palos de ciego, después fue cogiendo tablas y acabó tan aburrido del asunto como los que apenas ya si le escuchan. Aceptó Simón el marrón y comenzó el pitorreo de las normas a cumplir para protegernos del coronavirus, entre ellas la recomendación primero y obligación después, de la mascarilla. El pobre Simón comenzó relativizando la eficacia de la mascarilla y, claro, el personal cuestionaba su sabiduría cuando se supo que la tibieza inicial en el uso obligado del adminículo se debía sencillamente a que escaseaba en el mercado y sólo los asustadizos salían a la calle embozados. Luego, cuando varias fábricas reciclaron sus productos y produjeron mascarillas a destajo, vino el BOE con el decreto de su obligatoriedad y solo por el miedo a la multa el personal comenzó a tomarlo en serio.

Qué tiempos, los de la irrupción de las mascarillas por obligado cumplimiento, los debates sobre la eficacia de la denominada quirúrgica o la PCR de colador de café, la pose de aquellos snobs displicentes con la mascarilla colgando de la muñeca, aquel muestrario heterogéneo de mascarillas de topos, de aderezos varios, de emblemas, de estandartes... O aquellas del sobresalto, con la telilla translúcida que dejaban entrever una dentadura incógnita de zombie. Ya que hay que llevarla, que nos luzca, que sea de acuerdo a nuestra personalidad. De gilipollas está el mundo de las mascarillas lleno.

Qué tiempos, los de cruzarte indignado por la calle con la legión de paisanos y paisanas contumaces, con la mascarilla a media asta, alojada marchita sobre la nuez. Qué tiempos de miradas asesinas hacia los insolidarios -con perdón, mayoritariamente hombres, obesos y de edad madura-, casi hasta numerarlos a lo largo del paseo. Qué tiempos de desesperación al comprobar que en las terrazas eso de volver a la mascarilla terminada cada ingesta era ciencia ficción y a ver quién era el hostelero kamikaze que llamase la atención a la legión de transgresores. Tiempos de picaresca a golpe de paquetes de pipas, o el cigarro, o el helado, como excusa para prescindir del tapabocas.

No me gusta la mascarilla, en ningún momento me he sentido cómodo con ella pero creo que he cumplido como un paisano disciplinado, o como un pringao, que vete ahora a saber si era para tanto. No me he librado de la extraña sensación de desnudez al salir de casa, despistado y sin bozal. No me he librado de la contrariedad de humedecerme los dedos al pasar páginas del libro o del periódico con el caperuzo puesto. No me he librado de caminar cegato con las gafas empañadas a cuenta del bozal. Y me alegro de pasar al alivio de luto, a librarme de ella cuando no haya riesgo a la vista, a conservar su protección en el bolsillo como un pañuelo, como las llaves de casa, como la garantía del seguro, cuando no corra el aire.

En cualquier caso, y eso ya lo ha repetido hasta el ínclito Simón, todavía anda el bicho entre nosotros y parece que va para largo. Y aunque se nos anuncie este pequeño desahogo, creo que la mascarilla, amigos y amigas, llegó para quedarse.