l sapo más indigesto. Los indultos a los condenados del procés se le pueden atragantar a Pedro Sánchez. O tal vez durante los dos próximos años disponga del tiempo suficiente para la digestión mediática y política, una vez superada la pandemia y ya visibles los primeros efectos económicos del maná de los fondos europeos. En todo caso, ahora mismo no se salva del vendaval de una tormenta atronadora. Precisamente, en el momento de su mayor debilidad parlamentaria y de una creciente incertidumbre en el PSOE porque el volcán Ayuso les ha turbado la sonrisa, encogido el espíritu y atenazado la iniciativa política. Sirva como retrato la cascada de errores en el engorroso asunto de las vacunas y la animadversión del respetable. Por eso, al presidente solo le queda ser valiente, según le recomendó Iván Redondo en el Congreso como única receta para solventar uno de los grandes problemas de la última década, bajo acertado criterio del gurú que le acompañará hasta el barranco. Y así lo hará porque se sabe atrapado y con las únicas salidas al laberinto, marcadas y de alto riesgo. El perdón a los encarcelados lleva a la marabunta por doquier, pero asegura a ERC para bastante tiempo; la sumisión al Supremo arrastra inmisericorde a la inestabilidad. En definitiva, todo un salto de tirabuzón para examinar a un acreditado funambulista.

La madeja se ha liado demasiado y muy rápidamente. Nada es igual desde las elecciones del 4-M y mucho menos lo será una vez que los procesados independentistas salgan de la cárcel sin cumplir las penas. El ruido es ensordecedor, la inquina, desbordante y el mínimo acuerdo, una entelequia. Por si fuera poco, ahí queda latente la incómoda reverberación de ese encono marroquí tan proceloso, que agiganta el recelo diplomático y que desgraciadamente solo abona el discurso xenófobo de la desaforada ultraderecha sin otra solución que atender el chantaje fronterizo. Aguas turbulentas de donde emerge retroalimentado ese fantasma nunca disuelto de las dos Españas disfrazado del indulto como anatema. Este polémico perdón que se avecina convulsionará a una parte del Gobierno, enervará al felipismo en el PSOE, endurecerá (¿más?) el verbo opositor y, a su vez, dividirá en dos bandos irreconciliables a la ciudadanía dentro y fuera de Catalunya, a los medios de comunicación y, posiblemente, al sector menos politizado de la judicatura.

Frente a tanta alharaca, nadie ha osado todavía a presentarse en la plaza pública con una solución definitiva para el desafío catalán. Ni siquiera Sánchez puede garantizar que su anunciada osadía, que llevará incluida la rúbrica del rey Felipe VI a pie de decreto de absolución, satisfará las apetencias del independentismo porque en el frontispicio siempre figurará la amnistía y luego la independencia. Mucho menos cabe esperar del bloque derechista a su regreso a Colón, empecinado en el no pasarán mediante la judicialización permanente y la sinrazón de la fuerza. Por el medio, una Catalunya sin otro rumbo inmediato en su horizonte que estar pendiente de las indicaciones de Lledoners y Waterloo, la constitución de la mesa de diálogo y, por supuesto, escrutar cómo respiran en Madrid cada vez que tuitea Rufián o alguien del Govern convoca una rueda de prensa.

Habrá indultos, pero costará mucho creerse la justificación de Sánchez. Por ahí se genera el fundado temor socialista a un desafecto lejos de los territorios más sensibles a los hechos diferenciales. Fue el secretario general del PSOE quien hace apenas tres años abrazaba el cumplimiento íntegro de las penas del procés; apenas dos, se comprometía a traer de las orejas a Puigdemont ante la justicia. Entonces y ahora, el conflicto es idéntico en su raíz y en sus comportamientos, aunque quizá ahora menos trascendental a los ojos de Europa por su dudosa viabilidad. Sin embargo, el presidente ha optado por desdecirse como si hubiera visto la luz al caerse del caballo y pasa a enarbolar la bandera del entendimiento no sin antes equiparar fatídicamente venganza y jueces. Una transición ideológica de tan hondo calado que pone a prueba el algodón de su credibilidad, tantas veces en su caso asociada a la oportunidad. Su valiente decisión de buscar el entendimiento como antídoto necesario al inmovilismo y la confrontación va a requerir de un derroche inexpugnable de sinceridad. Sus convincentes explicaciones deben erradicar sin vacilación posible la fundada duda de que asistimos a un intercambio de voluntades por el escalofrío de quedarse sin aliados para cubrir el resto de la legislatura.