anas dan de tirar la toalla y resignarse al fatalismo, al sálvese quien pueda o al feroz ejercicio del caiga quien caiga, que de todo estamos viendo en este implacable escenario de pandemia. Hablan, sobre todo los medios, de que estamos en una cuarta ola cuando también puede decirse que no hemos salido de la primera despiadada ola que nos llegó en febrero de 2020. Son tan similares las reiteraciones, que llevamos ya más de un año contando y recontando cifras de contagiados, de ingresados, de tratados en UCI y de muertos, para volver a empezar. Más de un año sometidos a medidas tan severas, tan vulneradoras de nuestras libertades, que los poderes públicos se ven obligados a abrir de forma intermitente la mano y aflojar, para casi inmediatamente volverla a cerrar. Todo ello trufado de polémicas, de incertidumbres, de confrontación política y de progresivo deterioro del bienestar personal y social.

A ningún gobernante le viene bien tomar decisiones que afecten negativamente al bienestar de los gobernados y de ello se aprovecha la oposición para desgastarle. Por eso, los gobernantes andan con pies de plomo a la hora de apretar las clavijas y en esa encrucijada se encuentra Pedro Sánchez, empeñado en no prorrogar el estado de alarma para evitar que pueda fracasar esa iniciativa en el Congreso y para no verse zarandeado por la oposición, menos aún ante las inminentes elecciones madrileñas. Quedan, por tanto, los gobiernos autonómicos con la patata caliente de endurecer las precauciones a pelo, sin el paraguas legal del estado de alarma. Para colmo, la incertidumbre sobre los efectos de algunas vacunas ha añadido un punto de histeria y pánico entre amplios sectores mientras los programas de vacunación han quedado en el aire. Como puede verse, un sombrío panorama,

Es difícil evitar que los dardos de la culpabilidad apunten a los gobernantes, pero creo necesario manifestar que los más directos responsables de la difusión del covid-19, de esta incontenible propagación de la enfermedad y la muerte, son los millares de personas que por comodidad, por insolidaridad, por imprudencia o por pura estupidez menosprecian las advertencias y los preceptos impuestos primero por los expertos sanitarios y después por los responsables políticos. Todo ese ejército de energúmenos que se espachurran en jolgorios pseudodeportivos, toda esa manada de dipsómanos y tarambanas que se agolpan en botellones, fiestas y sagardotegis, toda esa legión de insensatos que en terrazas y paseos urbanos colocan la mascarilla en la nuez, vociferan y fuman expandiendo sus aerosoles contaminados ante los presentes arracimados y, entre unos y otros, propagan a los ausentes el virus en sus hogares o en sus puestos de trabajo.

Así no vamos a terminar nunca. Es desesperante el continuo y discontinuo decretar medidas, la impenitente propensión a incumplirlas y el tembleque de los gobernantes ante los periodos habituales de ocio y festejo. Cierto que los responsables políticos y sanitarios se enfrentan a una emergencia desconocida e imprevisible, que hay obstáculos legales insalvables, que llegan las vacunas que llegan como corresponde a un país europeo pero de medio pelo y que vienen actuando de forma errática. Pero los más directos responsables de esta pesadilla de nunca acabar siguen siendo los que no están dispuestos a renunciar a su modelo de ocio y convivencia ni siquiera temporalmente, los que trampean, los que se pasan las precauciones por el arco del triunfo, y los que sólo las respetan bajo multa. Por cierto, no estaría de más una vigilancia, o una simple presencia, de agentes de la autoridad por los lugares públicos en los que el incumplimiento de los preceptos decretados sea descaradamente habitual. Que no se les ve.