a política es voraz, y tan pronto postulas para presidente del Gobierno como terminas engullido y tocando una puerta giratoria en un despacho de abogados. "Lo difícil no es llegar sino mantenerse", reza el dicho popular que le va como anillo al dedo, sobre todo a los partidos emergentes carentes de una estructura amplia y sólida, donde el engranaje no funciona solo con el idealismo que les impulsó e hizo crecer a toda velocidad, ni con los fontaneros, militantes de base, que trabajan a destajo y entre bambalinas para gestionar el complicado día a día. Que se lo pregunten a Ciudadanos, cuyos tránsfugas en Murcia para hacer fracasar la moción de censura pueden escribir la esquela de la formación liderada por Inés Arrimadas, una marca acostumbrada al travestismo como estrategia desde su irrupción. Podemos resiste en parcelas de poder, incluso como socio de Gobierno en Moncloa pese a haber dilapidado buena parte de los votos e ilusión con que se gestó, y Vox disfruta de sus días de vino y rosas ansioso por ser la gran esperanza verde de la (ultra)derecha. El escenario les hace saber que el gran reto será la supervivencia.

La jugada arriesgada de Arrimadas ha puesto a Ciudadanos en un disparadero cuyas consecuencias pueden ser devastadoras si se confirma la desbandada al PP. La marca naranja no levanta cabeza desde la debacle electoral del 10-N, cuando pasó de 57 a diez escaños, lo que le costó el puesto a Albert Rivera, cuya excesiva altura de miras le hizo perder la opción de ser vicepresidente como aliado de Pedro Sánchez. Los pactos autonómicos y municipales con los populares y el respaldo implícito de Vox para retratar la foto de Colón le arrebataron el papel de bisagra para escorarse a la derecha, donde el partido de Abascal tenía las de ganar si el electorado tenía que escoger entre el original o una copia edulcorada. Catalunya fue el pasado 14-F el remate, quedándose como fuerza residual con seis asientos después de la victoria estéril con 36 de 2017. Aquella aventura que se saldó con Arrimadas haciendo las maletas hacia el Congreso fue el prólogo de una decisión condenada a morir de éxito. De cara a la Comunidad de Madrid hay encuestas que le sitúan sin representación al entregar los 26 de golpe y no pasar la barrera del 5%.

El sector crítico no ceja en su empeño de exigir la celebración de una Asamblea general para repensar otra vez el partido al no estar conformes ni con la estrategia ni con la nueva dirección que se aprobó en el cónclave que se celebró tras la salida de Rivera. Alertan del cierre por derribo pese a que aguantan sus pactos en Andalucía y Castilla y León, mientras en otros feudos como Galicia siguen bajo cero y en Euskadi colaron a algunos de sus dirigentes merced a una coalición con el PP que hizo decrecer a este segmento constitucionalista. Llegó para cambiarlo todo, combatir la corrupción y el independentismo, tocados por los gurús del establishment patrio, oscilando entre la socialdemocracia y el liberalismo, y va camino de ser engullido víctima de sus bandazos y delirios de grandeza. En 2014, el presidente del Banco Sabadell, Josep Oliu, había animado en público a crear "una especie de Podemos de derechas" orientado a pescar entre los desencantados del bipartidismo, a primar la iniciativa privada y el desarrollo económico para poner freno a "tanta regulación". Pero atrás deja el sueño húmedo del sorpasso al PP, el acuerdo programático con el PSOE de Sánchez, el veto a los socialistas y el sonoro castigo de un electorado perdido donde, como diría Rivera, ya solo se escucha el silencio. Lo constatan los expertos y lo avalan los datos: cuando un partido entra en barrena, el suelo no está escrito.

Que se lo digan también a Podemos, por sobrenombre Unidas cuando se ha pasado más tiempo justificando el adiós de los líderes que integraron la fotografía de nacimiento que tratando de consolidar su marca como verdadera opción de izquierdas. Aquella formación que iba a "asaltar los cielos", en palabras de su secretario general, Pablo Iglesias, se conforma ahora con contener el golpe y propiciar que sus escaños sean trascendentales para que Sánchez no pegue un volantazo. De los 71 diputados de 2016, con más de 5 millones de votos, a los 35 de 2019, dejándose 2 millones de los sufragios en la cuneta, producto del desencanto y de las luchas cainitas en el seno del partido, que provocó, entre otras, la marcha de Íñigo Errejón.

Es lo que tiene centrar las siglas en una figura, la de Iglesias, donde el personalismo puede llevarse por delante el mejor de los repertorios, y más si encima va acompañado, como en este caso, del hecho de que el número dos morado del vicepresidente segundo del Gobierno, sea la ministra de Igualdad, Irene Montero, a la postre su pareja sentimental, el menor de los hechos pero quizás por el costado que más se les ataca, acoso incluido, entre sospechas de malas prácticas y residencias deluxe en Galapagar. Sobre todo en tiempos de la salvamización de la política española, convertida en un vodevil por actos.

Yolanda Díaz (Trabajo), Manuel Castells (Universidades) y Alberto Garzón (Consumo) completan los responsables de Podemos con cartera en el Ejecutivo, con la dirigente gallega erigida en exponente de las buenas formas y mejores propósitos, más aún en estos tiempos de pandemia donde su departamento se ha visto superado por los acontecimientos y fajándose ella en capear el temporal. Es el principal baluarte de una marca que viene de pasar con suficiencia el examen catalán, aguantando sus ocho representantes en el Parlament, irrelevantes a no ser que ERC culmine su intención de ensanchar las bases. Al menos, el balance de En Comú Podem sirvió para olvidar cómo en Galicia se fueron al traste los catorce escaños que tenía En Marea, y cómo en Euskadi Elkarrekin Podemos perdió la mitad de sus diputados en la Cámara de Gasteiz, arañando solo seis asientos. En el resto del mapa, amén del cristo que tiene montado en Andalucía después de que su líder, Teresa Rodríguez, se desmarcara del proyecto para fundar el suyo propio; el bastón de mando del afamado Kichi, a su vez esposo de la anteriormente citada, obedece más a una apuesta centrada en su persona.

Qué decir de Madrid. La escisión que hizo baldía la posibilidad de retener la Alcaldía bajo la empatía de Manuela Carmena dio lugar también a que Díaz Ayuso se hiciera con la Comunidad, en tanto que Errejón se creyó el rey del mambo y su Más Madrid no fue suficiente para coronar al socialista Ángel Gabilondo. Peor pinta tienen unos nuevos comicios, donde el grupo alternativo a Podemos también vive un divorcio interno con críticos al sector que encabeza Rita Maestre.

El contrapunto se encuentra en Vox. Sus 11 diputados en Catalunya, donde dejaron al PP como un ser inerte, son el asidero de Santiago Abascal para hacer borrón y cuenta nueva tras la fatídica moción de censura contra Sánchez en la que Pablo Casado le comió literalmente la tostada. Empero, no hay encuesta que refuerce los 52 asientos que ostenta la ultraderecha en el Congreso, siglas ya determinantes en otros gobiernos como el andaluz, presionando con medidas antiprogresistas, y que apuntan a ser la cachava de Ayuso hacia la mayoría absoluta. Con el lío en Génova, donde embalan las cajas de la mudanza, y pese al respiro de Murcia, Vox insiste en pasarle por la derecha al PP o, al menos, condicionar sus amagos de giro al centro. Y más en en esta época de desesperanza ciudadana en la que el populismo todo lo invade. El feudo gallego es el único que se les resiste tras una baja participación que posibilitó su entrada en la CAV.

Así, mientras a Arrimadas se le pone cara de Rosa Díez; Iglesias cita a Paca La Piraña para ganar espacio en los informativos; y Abascal se fuma un puro por si ve a Casado camino del cementerio de los elefantes.

Desplomado electoralmente, C's cavó su fosa desde que Rivera se creyó que podía ser presidente, giró a la derecha y Arrimadas huyó de Catalunya

Las carteras ministeriales sostienen a Podemos, que se entregó al personalismo de sus líderes, semejante al que simboliza Abascal en Vox