l año pasado evité la polémica sobre la manifestación del 8 de marzo. Había demasiados ingredientes extraños que ensuciaban cualquier consideración que de buena fe uno quisiera hacer en uno u otro sentido. Un año después parece que tampoco somos capaces de tratar este asunto sin que se mezclen prejuicios y pasiones que desnaturalizan cualquier opinión o, al menos, la condenan a ser percibida como posición de trinchera.

Nos pasa con frecuencia con otros asuntos. Leyendo algunos medios este fin de semana parece que donde se critica la manifestación del 8 de marzo por irresponsable se alaba el viaje del papa a Iraq en plena pandemia como valiente y, a la inversa, donde se critica el viaje de Francisco por imprudente se subraya la necesidad de que mañana las mujeres ocupen la calle. En relación a ambos acontecimientos puede afirmarse que se han tomado medidas de protección y que por lo tanto todo discurrirá sin daño alguno. En ambos casos lo acepto en teoría pero dudo de su aplicación práctica.

Algo parecido nos pasará, me temo, dentro de unas semanas según quién gane la Copa. A un lado o al otro de la AP8 habrá celebraciones que en muchos casos incumplirán normas sanitarias.

Censuraremos el festivo actuar del vecino, percibido como insultante provocación, pero seguramente nos mostraremos cómplices y comprensivos si los inocentes celebrantes son nuestros.

Me adelanto por si hubiera dudas: tan mal estarán las celebraciones en rojiblanco como en blanquiazul si no respetan los protocolos anti-covid. Y me temo que cualquier celebración pública, masiva, con banderas, movimientos no ordenados de personas, abrazos y cánticos, necesariamente los incumplirán.

Un viaje institucional a Iraq implica aceptar situaciones de seguridad difíciles, pero en las presentes circunstancias al viaje del papa se añaden riesgos que a mi juicio habría sido mejor evitar. Sé bien que un viaje del papa se prepara con años y está medido hasta el milímetro, pero aun así podría haberse pospuesto aunque sólo fuera por ejemplaridad. Convocar un acto en un estadio -incluso a un tercio de su capacidad, como es el caso- implica necesariamente movimientos que sería mejor evitar hasta que la vacunación esté mucho más avanzada. La visita del papa tiene objetivos políticos -a favor de la paz, la reconciliación, el ecumenismo y la convivencia- que no se pueden minusvalorar.

La visita recaba un inusitado acuerdo entre distintos grupos de la zona que han otorgado al papa cierta legitimidad como agente de paz. Se trata de un potente capital que Francisco no quiere, como en la parábola de los talentos, enterrar. Valoro la enorme transcendencia del viaje. Aun así me pregunto si la parte pública del programa no se podría haber restringido más o pospuesto. Claro que me resulta muy fácil criticar al papa, al Vaticano o a los iraquíes, de los que ignoro tanto y que no me van a leer para corregirme.

Los aficionados rojiblancos y blanquiazules podrían remitirse a la autoridad papal y poner el ejemplo de la misa en el estadio kurdo al tercio de su aforo. Alguno estará pensando que al menos podrían dejar entrar a los ya vacunados a La Cartuja. En ese caso una de las hermanas del rey podría entregar la copa en su nombre. Me imagino a los aficionados centenarios y nonagenarios presentando sus cartillas de vacunación de Osakidetza junto a las entradas, dispuestos a animar a su equipo sin que los menores de 90 les molestemos.

No les puedo desear a todos buena suerte, puesto que uno de los dos equipos debe perder, pero sí les desearía a esos veteranos aficionados que no fuera ésta la última final de sus equipos que disfrutaran.