rovocación irritante. Catastrofismo apocalíptico. Festín del insulto y la calumnia. Despropósito aberrante. Escenografía hueca. Golpe bajo a la esencia del parlamentarismo. Favor impagable de la ultraderecha a la izquierda. La piedra más dolorosa en el zapato de Pablo Casado. Un brindis para Pedro Sánchez. Una pesadilla de viaje a la España de blanco y negro. El sainete de una insultante moción de censura. Y el coro incansable de entusiastas fascistas resucitando a Franco a cinco metros del Congreso. Un esperpento abominable en el día del millón de contagiados por una pandemia que nadie sabe cómo controlar.

El trampantojo comenzó muy pronto. Como no era cuestión de plantear en serio una alternativa al Gobierno socialcomunista, Vox eligió a su candidato a la Generalitat, Ignacio Garriga, para que rentabilizara su imagen durante 84 minutos de gloria con una retahíla de infamias, acusaciones y mentiras que ponen al límite la capacidad de aguante de la libertad de expresión. Por su boca salió el catálogo ideológico del virus chino, las agresiones de los inmigrantes ilegales, el gobierno ilegítimo y los golpistas que le apoyan, Venezuela por supuesto, y, lógicamente, al apoyo al rey que tanto debería incomodar políticamente en Zarzuela. Solo era un entremés. Quedaba la rajada de Abascal.

El líder ultraderechista conmovió a los suyos. Lo hizo con tanto ardor excluyente en sus múltiples intervenciones que se escucharon varios tics dictatoriales. En esencia, Vox ilegalizaría a quienes no piensan como ellos. Incluso a Pedro Sánchez y Pablo Iglesias los llevaría a la cárcel directamente por criminales durante la pandemia y gestores despilfarradores. Semejante escalofrío incomodó al respetable. Aitor Esteban cortó por lo sano y decidió que el menor desprecio es no hacer aprecio, renunciando con toda intención a contestar a Vox. EH Bildu entró al trapo de puntillas aunque su auténtico propósito era incitar al gobierno a propiciar un cambio constitucional. Como réplica, Abascal emuló a Antonio Basagoiti y citó a las 800 victimas de ETA. La tensión volvía a subir. Una tesitura muy incómoda para quienes gobiernan con votos de ultraderecha. Por eso, Inés Arrimadas se apresuró a rechazar la moción, ya que solo había escuchado indignación y cabreo y faltaba un programa. El PP lo tiene mucho peor que Ciudadanos. El tema le quema internamente en las manos. Los populares ven en el gesto de Abascal una tomadura de pelo, pero saben que van a rebufo.

Frente a semejante cántico al catastrofismo, Sánchez vio el cielo abierto. Le bastó contraponer el pasado del lenguaje ultraderechista a la apuesta de futuro de la economía circular o la inteligencia artificial. O recordar su programa de gobierno frente a la vacuidad de esta quinta moción de censura de la democracia. Pero, sobre todo, consciente de que la auténtica guerra que se libraba era otra, apeló de frente a Casado. Fue para pedirle que se desmarque de una vez de las tentaciones de Vox, que negocie la renovación del Poder Judicial. Lo tuvo fácil después del vértigo que suponían los frecuentes viajes al pasado, intercalados entre incontables improperios y vejaciones. Eran las apelaciones al rescate de las provincias y comarcas para acabar con el Estado autonómico, el reclamo del currículum nacional o el final del duopolio televisivo y, sobre todo, del peor gobierno de los últimos 80 años. Pero nadie salió en su ayuda en esta primera jornada, salvo la comprensión de Foro Asturias y UPN con las aceradas críticas a la pésima gestión del gobierno de izquierdas. Por eso, sin caer en la provocación, surcando su propio camino, el presidente machacó la disparatada ofensiva ultraderechista, ridiculizó escenas pasadas de Abascal como aquella de su rechazo a secundar una manifestación contra el atentado a Eduardo Madina y, sobre todo, metió la soga en la casa del ahorcado PP agudizando sus contradicciones. Mientras se lo piensan, Rufián les dejó una advertencia: "no hay que subestimar a un friki".