hora mismo, España es una bomba de relojería. Encabeza el peor porcentaje europeo de contagios del COVID-19. Madrid, la referencia internacional del país, asiste a un deplorable sainete político entre dos mandatarios (?) despiadados mientras el virus deja muertos y miles de enfermos diarios en una autonomía presa de la indignación ciudadana y una caótica política asistencial. La economía estatal se despeña sin otro atisbo reparador a medio plazo que el maná de la UE. El escudo social de los ERTE depreda la caja pública. Nadie atisba ni por asomo el esbozo de una recuperación. Los Presupuestos siguen siendo una entelequia. Nadie conoce una sola cifra, pero todos saben que tendrán un precio político porque saldrán adelante para mayor gloria de Pedro Sánchez. Por eso el presidente está dispuesto a tirar la casa por la ventana: indultos a los condenados del procès, revisión de la sedición en el Código Penal, humanización en la política penitenciaria y primer guiño a un nuevo ciclo político. Una intencionada afrenta de largo alcance que envenena a la derecha y a buena parte de la judicatura. Un agravio solo comparable al estruendoso ninguneo institucional al rey que revienta muchas costuras en los poderes del Estado. Un auténtico polvorín avivado por una irresponsable inestabilidad política sin fecha de caducidad.

Es muy probable que la cizañera advertencia de Pablo Iglesias al PP por su deriva derechista tuviera mucho de premonición cuando les auguró que nunca volverían al poder. Ahora mismo es una creencia extendida salvo en el entorno de palmeros de Pablo Casado. No es baladí la profecía. Llega cuando está en juego cómo resolver una endiablada agenda donde se entremezclan la encrucijada catalana, la mayor crisis socioeconómica y asistencial, la renovación de las principales instituciones, el marco jurídico del Estado y, posiblemente, las ansias de una auténtica convivencia, prisionera de una lacerante desmemoria histórica. Un ingente desafío que pilla a una clase política de corto recorrido enfrentada en dos orillas irreconciliables, un gobierno sin alternativa consistente y un presidente de bipolaridad ideológica por ese pragmatismo plagado de ambición personal.

Sánchez seguirá muchos años en el poder. Lo conseguirá sin reparar en las consecuencias. Ahora, le acaba de regalar supuestamente los oídos al independentismo catalán con la promesa de los indultos al procès. El presidente reniega de sus palabras y, de paso, tiñe de cesión política los Presupuestos de la rehabilitación económica. Con ello, ensancha la división hasta hacer imposible el acuerdo con esa derecha hostil y compromete al límite el apoyo de Ciudadanos para regocijo de quienes mantienen viva la llama del espíritu de la mayoría de la investidura. Nada comparable con el desprecio a Felipe VI.

El Gobierno de coalición juega con el monarca como le interesa. Le viene desairando cuantas veces lo necesita. Queda en la venganza monárquica aquel primer desdén cuando Sánchez le envió por wasap los nombres de los ministros elegidos, ninguneó su presencia en la Cumbre Mundial del Clima o cada semana le comenta simplemente por mail los acuerdos del Consejo en La Moncloa. Por eso, cuando el presidente ha maquinado agilizar la negociación presupuestaria abriendo el melón con el trato de favor a los soberanistas condenados, no le ha temblado el pulso para impedir que el rey viajara a Barcelona en contra de su declarada voluntad. Semejante humillación no tiene parangón conocido. Este desprecio ha provocado una tormenta en estamentos de la judicatura, precisamente donde se asiste a unos momentos demasiados incandescentes. Tras las explosivas denuncias de Luis Navajas contra las presiones asociadas a magistradas proclives al PP y la polémica de Dolores Delgado llega esta intromisión descarada del Gobierno en un acto judicial.

El "enorme pesar" de Carlos Lesmes y el grito reivindicativo de "viva el rey" crean un caldo de cultivo que no se extinguirá fácilmente, aunque el ministro de Justicia crea que "se han pasado tres montañas". En medio de la marejada, la Zarzuela aprovechó la marejada y enseguida transmitió a los cuatro vientos que al jefe del Estado le hubiera gustado estar en Catalunya. Sánchez ni se inmuta.