legar al poder es el objetivo de cada uno de los partidos políticos y el fin último de su razón de ser. Ello independientemente de las circunstancias reales, que en cada momento les pueden situar como opositores, en cuyo caso solamente les cabe la resignación o el seguir intentándolo. En democracia, las confrontaciones partidarias suelen ser poco variables y es preciso un amplio espacio de tiempo para que lleguen a cuajar fluctuaciones notorias, que suelen producirse en casos de grave y flagrante corrupción o que aparezcan formaciones políticas de nuevo cuño con amplio apoyo popular. Los sucesivos resultados electorales, como mucho, despejan la incertidumbre con un partido hegemónico y un rival que, a distancia más o menos holgada, intentará desbancarle del poder en un futuro próximo. En los tiempos que corren, tanto para mantener el poder como para aspirar a él, los partidos se ven obligados a tejer complicidades y llegar a acuerdos con los más afines porque, afortunadamente, no es frecuente que alguno logre por sí solo la mayoría necesaria.

El ejercicio de la política solamente resulta gratificante si existen posibilidades reales de desempeñar el poder por la fuerza de los votos, o cuando es alta la probabilidad de lograrlo. En caso contrario hay que asumir que toca soportar el frío de la oposición, incómoda situación en la que sólo quedan dos alternativas: o contribuir como fuerza correctora a que la gobernanza sea lo más positiva posible para la ciudadanía, o centrar todos los esfuerzos en el desgaste del gobernante por encima del bien común, a la espera de una nueva oportunidad. En los últimos tiempos se viene comprobando que la frustración de los partidos relegados a la oposición les lleva a decidirse con todo su empeño por la segunda opción. En una especie de representación del perro el hortelano que ni come las berzas ni las deja coger, partidos que esperaban ser alternativa dedican todos sus esfuerzos a debilitar la imagen del que ostenta el poder, ese poder que no lograron con los votos. La frustración, o la impotencia, les impulsa a manifestarse implacables en esa estrategia del desgaste aun cuando, como en el momento actual, la situación sobrevenida alcance cotas de una gravedad nunca conocida hasta ahora.

El hecho de haber logrado el Gobierno de Iñigo Urkullu la mayoría absoluta, sin duda, le aporta una tranquilidad que no conoció en las dos legislaturas anteriores. La mera posibilidad de que se imponga el rodillo parlamentario y el hecho de ejercer la oposición desde una inexorable debilidad, ha tenido que ser necesariamente frustrante para EH Bildu, único y remoto aspirante alternativo al actual Gobierno de coalición solo o en compañía de otros. Ante esa frustración, desde el primer momento la coalición independentista anunció que llevaría la oposición a las calles. Perdida de antemano la batalla parlamentaria, ha apostado por la movilización, la agitación y la confrontación en plaza pública. Y para ello aprovechará cuantas oportunidades le aporte la coyuntura de cada momento. Hoy es la enseñanza, mañana la sanidad, pasado el desempleo, cualquier circunstancia negativa será aprovechada para desgastar la imagen del Gobierno, sin preocuparse demasiado por la coherencia o la objetividad del hecho denunciado y sin ninguna intención de desarmar el lenguaje.. Hoy es la huelga, mañana la concentración, pasado la pancarta, la calle como escenario del debate, una calle encendida, encabronada, movilizada en disciplinada masa. Gobierno culpable. Urkullu culpable.

No hay que ser demasiado clarividente para comprobar que esta va a ser la estrategia implantada por EH Bildu para esta legislatura, dada su irreversible minoría parlamentaria, por más que aspire a liderar la alternativa para tiempos indefinidos. No van a faltar compañeros de viaje para esta estrategia. Ahí estarán los que en este momento ocupan tierra de nadie parlamentaria, huérfanos de presencia si no se enganchan a la cabeza del ratón. Y ahí estarán los sindicatos que decidieron un día la confrontación sin tregua para mantener el protagonismo que ahora les corresponde tras haberse convertido abiertamente en agentes políticos.