an pasado ya varios días desde que la cumbre europea finalizó con ese acuerdo del que tanto se ha hablado. En este periódico ha tenido usted cumplida información al respecto, de modo que mi tarea no será explicar un acuerdo ya conocido sino que me permitiré algunas consideraciones generales que espero no encuentre usted impertinentes.

Le diré mi opinión para empezar: el acuerdo sobre el fondo de reactivación, el marco financiero multianual y el fondo de cohesión me parece una noticia extraordinariamente positiva que debería recabar ese entusiasmo social que reservamos a otros logros menores y que desde hace tiempo negamos, con gesto displicente, a cualquier cosa que nos venga del proyecto europeo. Parece que da más lustre intelectual y moral mostrar una actitud descreída ante lo europeo, como quien está de vuelta de ilusiones vanas y juega con estándares superiores a lo que la realidad, con sus miserias, nos ofrece. Europa podría resumirse para muchos en hipocresía y egoísmo. Mi opinión podrá ser tachada de ingenua, pero sigo pensando que el proyecto europeo, con todas sus insuficiencias y defectos, es la experiencia política compartida más democrática, solidaria y basada en el impero del derecho (y los derechos humanos) que ha existido. Me puede usted cantar el listado de hechos que alejan el proyecto europeo de un ideal que cada uno tenga de un mundo mejor, y yo le daré la razón (y esto con cuidado, dado que lo que incluye su mundo mejor quizá sea diferente e incluso incompatible con lo que incluye el mundo ideal de su vecino), pero aún así, si lo comparamos con lo comparable, con lo históricamente realizado, me temo que mi entusiasta afirmación previa sobre las bondades el proyecto europeo es razonablemente justa. El proyecto europeo resulta, sin embargo, complejo y requiere de esfuerzo cívico para conocerlo, por eso es muy vulnerable ante una opinión pública acostumbrada a estructuras políticas nacionales que creen ser naturales y no requerir de justificación.

Es cierto que la Unión Europea no sirve para asaltar los cielos, pero nos trae algo mucho más modesto, gris y a escala de las perfectibles construcciones humanas: nos acerca un sistema de corresponsabilidad, oportunidades, libertades, protecciones y controles mutuos. O sea que no nos resuelve la vida, es burocrática y encima hay que pagar, cumplir y estar a la altura. Pero a mí eso no me parece malo: me parece que debe ser así.

El acuerdo de esta semana es innovador y generoso. Hubo tensiones e intereses encontrados: natural, como en cualquier negociación, como en su comunidad de vecinos ante el proyecto de un nuevo ascensor. Pero para entenderlo no sirve hablar de rivalidad entre norte y sur como si fuera un problema de buen rollito o de prejuicios. No basta con tildar a los holandeses, o a cualquiera que defienda posiciones diferentes, de insolidarios. Pensar que los países del sur tienen toda la razón y los frugales se deben llevar todo el reproche, es sospechosamente simplista (casualmente es lo que nos conviene).

Cuando se comparte la caja y el riesgo hay que poner normas y controlarlas. Más Europa supone menos soberanía nacional clásica y, por lo tanto, mayores condicionalidades. Todo junto, más pasta europea y más soberanía nacional tradicional, ni se puede, ni se debe, ni nos interesa.

Capítulo aparte merecería Merkel. La líder europea de los últimos 20 años. Sensata, con argumentos y con principios, con plan a largo y realismo a corto, con actitud dialogante que incluye una solidez muy dura pero al tiempo inteligentemente flexible. Una figura que, a mi juicio, ha igualado ya en transcendencia positiva para Europa a los históricos de los años 80-90 del pasado siglo.