n circunstancias normales, este opinador debería poner en consideración de sus lectores asuntos tan candentes y tan propios de estas páginas como las reuniones para formar el nuevo Gobierno Vasco, o el acuerdo europeo para paliar la crisis del COVID-19, o los recientes estragos laborales en la CAV y en Nafarroa. Pero el que esto firma tiene por costumbre asomarse al pequeño mundo que le rodea y ha comprobado que el personal está a otra cosa mucho más agobiante, más amenazadora que la especulación política o la piedra filosofal contra la crisis. Superadas las fases del confinamiento, cuando comenzábamos a respirar y en poco tiempo, la gente ha pasado de centrar su atención en los reencuentros y planear algo así como unas vacaciones, a cagarse de miedo ante ese maldito coronavirus que era cierto que estaba aquí, agazapado, entre nosotros. El personal revive la angustia de aquella primavera que nunca existió, y eso que el rebrote no ha hecho más que asomar porque los expertos aseguran que será en otoño cuando el bicho ataque de nuevo y en serio.

Aquí, entre nosotros, hemos comprobado la miseria de la condición humana. Hemos pasado del teatrillo de los aplausos desde el balcón a manifestarnos como somos en cuanto nos han permitido volver a la calle. Han salido a la luz la hipocresía, la mezquindad, la insolidaridad, la irresponsabilidad y la trampa. Sobraba y sobra información básica: mascarilla, distancia e higiene de manos. Mientras fue sólo recomendación, consejo severo y prudente, la excepción era cruzarte con mascarillas, disfrutar de separación real en terrazas y evitar el tumulto en las zonas de ocio.

Y llegó el desmadre. Y con el desmadre, la autoridad competente pisó el freno. Fue cosa de ver, de un día para otro cómo se convirtió en excepción cruzarte con el prójimo o la prójima sin mascarilla, todos formales aunque fuera a la trampa envolviendo la papada, no vaya a ser que te pillen€ y son 100 euros. Y volvió el miedo, otra vez atentos a la cifras, hoy tantos en Ordizia, hoy tantos en Zarautz, hoy tantos en Tolosa, en Eibar, en Elgoibar, en Bergara, en Iruña, en Tudela, en Bilbo€ Hasta es la misma ciudadanía la que ahora exige orden y sanción, porque ha comprobado que apelar a la responsabilidad o a la solidaridad era absolutamente inútil.

Se ve, se huele, una vuelta al infierno del confinamiento y se buscan responsables, pero como esta vez no es fácil culpar a los que mandan, se señala a la juventud como responsables del desmadre. Claro, tres meses encerrados, una tensión agotadora de exámenes, separados de la cuadrilla, ¡¡sin sanfermines, sin fiestas, y ahora nos quieren robar el verano!! Quienes han organizado y participado en esas juergas y quedadas tumultuarias, cierto, han dado muestras de una imperdonable insolidaridad y una insensata irresponsabilidad. Pero habría que preguntar a sus padres dónde estaban a la hora de advertirles de los riesgos y de controlar siquiera a distancia sus andanzas. Habría que señalar a esos adultos campechanos hacinados en barbacoas entre abrazos y berreos. Habría que preguntar, también, dónde estaban y para qué los responsables de impedir esos excesos, dónde están, que no se les ve, los que por oficio, beneficio y uniforme debían encargarse de hacer cumplir las obligaciones ciudadanas y sanitarias. Sancionando a quienes las incumplen, que tramposos y desinhibidos siguen siendo legión.

Con el ánimo encogido es precisa una reflexión colectiva sobre tanta insensatez, tanta desmemoria, tanta insolidaridad irresponsable cuya factura a fin de cuentas pagarán los más débiles e indefensos, los abuelos contagiados que nunca estuvieron en la juerga ni pasaron horas en las terrazas, los que ya no pueden aliviar su discapacidad en los centros de día, los ancianos y enfermos recluidos a cal y canto en residencias restringidos los encuentros familiares a visitas casi carcelarias. Hasta que hemos visto de cerca que podemos volver a los peores tiempos, hasta que el fantasma del confinamiento ha vuelto a aparecer, el personal ha trampeado todo lo que ha podido sin el más mínimo indicio de empatía. Caiga quien caiga, en la engañosa creencia de que serán otros los que caigan, según la tesis extendida en los descerebrados.

Decían que la pandemia iba a sacar lo mejor de nosotros, pero estamos comprobando que también eso era mentira.