alvo muy honrosas excepciones, la descalificación mutua entre competidores políticos a la que estamos asistiendo en el Congreso de los Diputados representa ante todo una profunda falta de respeto hacia la ciudadanía. El barrizal dialéctico político al que asistimos deriva en el estéril espectáculo de la simple confrontación y en la ausencia de un verdadero debate de ideas y proyectos. Los poco edificantes discursos (tan maniqueos como simplistas), los enfrentamientos y exabruptos que están caracterizando con frecuencia este tiempo político marcado por la pandemia y la excepcionalidad que supone la vigencia del estado de alarma parecen marcar una tendencia, tan penosa como irresponsable, hacia la teatralización, la escenificación y la priorización de las emociones sobre la razón y la argumentación. A falta de discurso, a falta de valores como la búsqueda del acuerdo y la concordia la propuesta es apelar a la épica y a la bronca como argumento.

No es cuestión, solo, de buena o de mala de educación. El respeto debe presidir las relaciones entre quienes nos representan. Si no es así, si quienes deben aportar ejemplo muestran la vía del enfrentamiento, del desprecio y de la exclusión como cauce de expresión de sus ideas políticas, ¿qué cabrá esperar de nosotros, de la ciudadanía?

Resulta muy fácil encender la chispa de la crispación pero muy difícil, en cambio, parar a tiempo esa espiral de descalificaciones que parece asemejarse cada vez más a una suerte de matonismo político.

Pero hay algo más preocupante aun: esa falta de comunicación y de interacción entre los representantes políticos revela su incapacidad para alcanzar consensos. No se trata de que todos estén de acuerdo en todo, por supuesto, pero el pluralismo político no puede convertirse en un trato despectivo y excluyente. La permanente descalificación del adversario político, de sus proyectos y de las personas que los exponen pone en realidad de manifiesto que quienes recurren a esas tácticas dialécticas no están, en el fondo, convencidos del valor de sus convicciones.

Parece causar furor la imposición de la polarización. O conmigo o contra mí. Se instaura una especie de reduccionismo habitual y cotidiano en los modos dominantes de interpretar la realidad, mucho más rica en matices y mucho más compleja que la que ofrece el discurso imperante. Y ese discurso acaba fortaleciendo los extremos y achica los espacios y opciones políticas que relativizan los postulados radicales y defienden una aproximación hacia los acuerdos, siempre mucho más difíciles de alcanzar que las desavenencias o los disensos.

La ciudadanía solo recuperará la confianza en sus instituciones si construimos una nueva cultura política. Hay una necesidad social que parece ir en dirección contraria a la lógica de la crispación y la bronca permanente, concretada en que en lugar de acentuar lo que distingue y separa a las formaciones políticas éstas se pongan de acuerdo para tratar de encontrar puntos de encuentro respecto a cuestiones troncales para la convivencia, la paz social y el fortalecimiento de los derechos y libertades sociales y políticos.

Todo ello pasa por superar inercias frentistas y admitir el respeto a la diferencia, a la existencia de identidades plurales, a heterogéneos sentimientos de pertenencia. Buscar la bronca permanente, la descalificación y la crispación continua, jugar a la adhesión o al odio como únicas opciones, “ser o de los míos o mi enemigo” parece poder conferir, en apariencia, ciertos réditos electorales, pero en realidad se acaba volviendo en contra de quien exhibe este tipo de dialéctica política.