l pasado domingo pretendí describir el más que complicado papel de los gobernantes a la hora de gestionar las consecuencias de la pandemia del COVID -19. Destaqué la inmensa responsabilidad de los gobernantes, a quienes toca enfrentarse a una fatalidad de la que se desconoce casi todo y cuyas consecuencias van a afectar gravemente a las personas en lo sanitario, en lo económico y en lo social. Sobre Pedro Sánchez están cayendo muchos más denuestos, insultos y acusaciones que aplausos. Malos tiempos no sólo para el presidente español sino para los principales dirigentes del mundo, apagados los esplendores del poder y apabullados por la presión de tan grave responsabilidad. Miremos por donde miremos, a los gobernantes de nuestro entorno se les percibe agobiados, acongojados, obsesionados por no cometer errores. Sólo a un dirigente grotesco como Donald Trump se le ve impasible en sus extravagancias y sus disparates.

Pero si complicado es ahora el papel del gobernante, no menos endiablado es el ejercicio de la oposición tal y como desde hace ya unos años se viene comportando en este país. En esta situación insólita y sombría, los que mantienen como única estrategia el enfrentamiento, la crispación y el desacuerdo con cualquiera que sea la decisión del gobernante, han entrado en una dinámica agotadora por cortoplacista, que quizá pueda surtir algún efecto en el ánimo de sus incondicionales, pero que les lleva a las orillas del precipicio cuando la gente se da cuenta de que han decidido utilizar la emergencia sanitaria para intentar derribar al Gobierno.

Cierto que la derecha española está ya demasiado acostumbrada a echar mano de los muertos para su beneficio partidario, pero en este momento ha llegado ya a la desfachatez de acusar al Gobierno poco menos que de asesinato en masa. Pero es tan zafia esta estrategia, que cada vez es mayor el hartazgo de una ciudadanía cansada de tanta manipulación, aburrida de que la oposición se limite básicamente a defender lo contrario de lo que diga el gobernante. Y como en este caso el Partido Popular aspira a gobernar el país, no tiene nada fácil justificar su posición puramente obstruccionista, teniendo en cuenta que hasta el momento no ha hecho ni una sola propuesta para afrontar la pandemia más allá de las corbatas negras y las banderas enlutadas como única iniciativa. No parece fácil para la oposición, sea estatal o autonómica, seguir buscando un hueco si para ello necesita oponerse visceralmente a todo y negar por sistema la razón al gobernante para no desaparecer del mapa.

Ya es complicado, agotador, estar hoy a favor de la centralización y mañana de la descentralización, defender el confinamiento y su ineficacia, priorizar la seguridad sobre la recuperación económica y luego apoyar el criterio económico como prioritario, animar a la gente a salir a los balcones y luego dudar del sentido de la iniciativa, exigir el luto riguroso y luego organizar un sarao de abrazos y aleluyas a las puertas del IFEMA. Es verdaderamente agotador decir que el Gobierno se equivoca si decide algo y acusarle de dar bandazos si rectifica. Los del No, los que solamente entienden su papel de oposición como rechazar las decisiones del gobernante, seas cuales fueran, se mueven en la esquizofrenia de no soportar que el Gobierno acierte y prefieren que lo haga mal aunque sea la ciudadanía la que pague las consecuencias. Todo sea por no dar al Gobierno ni una sola baza a favor, caiga quien caiga.

No es fácil, no, mantener la actual estrategia de oposición. Ni rentable. El envilecimiento de la política que nos toca sufrir jamás contempla una oposición que apruebe decisiones del Gobierno, también sea cual fuere su ámbito, estatal o autonómico. Y ni soñar con que, al tiempo, cuando esas decisiones resultaren acertadas o, al menos, no tan perniciosas como se había anunciado desde esa oposición escandalizada, jamás se reconocerá que aquella estentórea objeción fuera un error. La vuelta al trabajo en empresas no esenciales hace un mes, por ejemplo, no resultó ser tan mortífera como profetizaron algunos opositores. Pero ninguno reconocerá que exageraron. Son los peajes de ser oposición.