esde el principio esto ha sido una sucesión de incertidumbres, de órdenes y contraórdenes, de decisiones precipitadas y tardías, de confusión y desasosiego, que ha puesto en su sitio a la arrogancia de sabios y gobernantes. El COVID-19, ese fatídico bicho microscópico, ha devuelto la pequeñez y la fragilidad a una generación marcada por la soberbia de sus progresos científicos.

La tragedia del coronavirus nos llegó entre conversaciones de bar y debates relajados sobre si era o no más o menos como una gripe, un brote aparecido allá en China, que no, que no hay que ponerse dramáticos, que lo de Italia, después, estaba acotado en Lombardía, que bastaba con lavarse bien las manos cono agua y jabón, que toses y estornudos quedaban amortiguados en el hueco del antebrazo, que fíjate lo del Eibar-Real a puerta cerrada. Luego resultó que las mascarillas y el gel desinfectante desaparecieron de las farmacias, que el personal llenaba los carros en los supermercados€ Y, de repente, tocaron a rebato.

Llevamos un mes de confinamiento y aún no está claro cómo vamos a salir de ésta. Estamos a merced de lo que decidan los gobernantes, no queda otra. Y los gobernantes que nos tocan, Iñigo Urkullu, María Chivite y Pedro Sánchez, hacen lo que pueden para salvarnos de esta catástrofe. Nuestros gobernantes, lógicamente, dependen de lo que les recomienden los expertos. Y los expertos dependen de lo que les recomienden otros más expertos, los de nivel internacional, porque esta pandemia no conoce fronteras.

Llevamos un mes de confinamiento y la OMS rectifica advirtiendo ahora que las mascarillas no deben ser de uso general, no se sabe cuántos son los muertos o los afectados, hoy cierran todas las fábricas y mañana las abren a inauditos servicios esenciales, se compran cantidades industriales de elementos sanitarios que nunca llegan, se anuncian arcas de Noé para asintomáticos que nadie sabe ni cómo ni cuándo, se presiente una crisis económica y laboral galopante, se informa de ayudas multimillonarias para paliar la crisis mientras Europa sigue remoloneando aportaciones.

Toda esta incertidumbre en la que se mueven los gobernantes es consecuencia de que se están enfrentando a un enemigo desconocido, a una realidad irreconocible para la que no había instrucciones, a una plaga inédita que se propaga con una rapidez y una agresividad insólitas. No hay duda de que nuestros gobernantes habrán hecho y seguirán haciendo cosas mal, pero tampoco hay duda de que han actuado con alto grado de responsabilidad, atendiendo siempre a las recomendaciones de las autoridades sanitarias y científicas en una situación en la que son inevitables los palos de ciego. Ni Iñigo Urkullu, ni María Chivite ni Pedro Sánchez sabían a cierta ciencia a lo que se enfrentaban y ha sido imposible evitar la improvisación. Así lo ha entendido esa inmensa mayoría de ciudadanos, ciudadanas y familias enteras que soportan con estoicismo y hasta con buen humor un confinamiento implacable, en el convencimiento de que será para bien.

Esta pandemia, también, está sirviendo para comprobar la insolidaridad y la falta de sentido de Estado de una derecha que pretende aprovechar la desgracia colectiva para desgastar al Gobierno. De nuevo PP y Vox, licenciados a posteriori, compiten en aprovecharse de los muertos, en chapotear en la desgracia para trasladar a la opinión pública el rechazo a un Gobierno al que culpan de la propagación del virus. Y para ello no dudan en mentir, distorsionar y propagar bulos. Dan asco.

Como contraste, el discurso del líder de la oposición portuguesa, el derechista Rui Rio, en la sesión parlamentaria sobre la pandemia; "Colaboración. En estos momentos todos debemos ser solidarios con plena disponibilidad para ayudar en esta lucha. Ayudar a Portugal a vencer con el menor número de bajas posible. Señor primer ministro, cuente con la colaboración de mi partido. En todo lo que podamos, ayudaremos. Coraje, nervios de acero y mucha suerte, porque su suerte es nuestra suerte". Vayan aprendiendo, señores Casado y Abascal.