Vivimosen una sociedad que parece necesitar siempre un chivo expiatorio al que culpar de los retos incumplidos o de los objetivos no alcanzados. Siempre resulta más fácil buscar un presunto culpable o responsable que analizar hasta qué punto cada uno de nosotros, como ciudadanos, contribuimos a resolver el problema o a agudizarlo. También en la sociedad vasca experimentamos esta simplificación de la búsqueda de solución a problemas muchas veces complejos y cuya existencia responde a múltiples factores.

Construir un país es un reto colectivo que también pasa por impulsar y profundizar, como lo hace este proceso ahora abierto, un debate, una reflexión serena, plural y dinámica que persiga y consiga renovar los grandes consensos sociales logrados hace ya más de cuarenta años, modernizar y sacar nuestro modelo social de ese bucle de negatividad y conflictividad y lograr que se oriente hacia la consecución de un gran pacto social y político estable, duradero, sentar unas nuevas bases que perduren en el tiempo y permitan adaptarse a la frenética sucesión de cambios sociales y a los grandes problemas como el demográfico, el del empleo estable y de calidad o el de la formación/educación, entre otros.

Y sobre todos ellos se alza el debate sobre nuestro autogobierno. Necesitamos discursos que aporten ilusión ante la renovación de nuestras estructuras de poder y autogobierno.

Si algo caracteriza a los complejos problemas de nuestro tiempo es que no hay soluciones perfectas. Por ello debe implantarse una hasta ahora ausente política anclada en el diálogo. Negociar y llegar a acuerdos es algo tan tangible como valioso. Sentarse a negociar supone dialogar, conlleva el reconocimiento del otro, implica tratar de comprender sus argumentos, supone confrontar los intereses en presencia.

Capacidad de dialogo, paciencia, no encresparse, dosis de persuasión y de dialéctica, dejar los egos a un lado, voluntad, discreción y diálogo. Decía Churchill que para negociar hay que conciliar; negociar exige como premisa de partida la voluntad de querer llegar a acuerdos.

Y todo ello en un contexto político marcado, sin duda, por la precampaña que culminará con la apasionante cita electoral del 5 de abril. La reforma del Estatuto y el reconocimiento del derecho a decidir del pueblo vasco y su ejercicio pactado en un marco de negociación y acuerdo dentro del ordenamiento jurídico vigente en cada momento plantean cuestiones muy controvertidas: ¿Cómo cabría solventar esta doble cuestión? La prudencia y la inteligencia política invitan a diseñar una estrategia política que complique los objetivos de los inmovilistas, interesados en mantener inalterado el statu quo actual, cuanto no en orientarlo hacia una involución competencial en beneficio del Estado.

En la pretensión de avanzar de forma sólida en el autogobierno hay que impulsar instrumentos de diálogo para alcanzar un consenso integrador en relación con las diferentes visiones y sensibilidades políticas existentes en la sociedad vasca. Solo así se logrará la tantas veces citada normalización política, el reconocimiento del pueblo vasco como sujeto de decisión, la territorialidad y el pacto bilateral con el Estado español como instrumento para la convivencia.

El binomio no es tan sencillo como bilateralidad frente a confrontación, o vía reformista frente a vía rupturista. La vertebración institucional de un país tan complejo como Euskadi requiere acordar, y acordar es dejar de lado maximalismos que de facto frenan el avance del autogobierno.

Los debates identitarios y el deseo de cobrarse viejas deudas políticas responden a impulsos pasionales pero la razón política se trabaja y conquista desde un discurso de construcción nacional que sea realizable y asumible por la mayoría de la sociedad vasca.