a triple alianza antichina de los EEUU, Gran Bretaña y Australia puede resultar una alianza contra las sombras, porque es cada vez más evidente que Pekín está padeciendo una especie de “crisis existencial”.

Esta crisis es la duda entre seguir creciendo política y económicamente dentro de la comunidad internacional, con el riesgo de desvirtuar mortalmente su comunismo; o salvaguardar éste, renunciado a la expansión en marcha.

Visto desde las antípodas, es decir desde Washington, el dilema parece una elucubración absurda: al fin y al cabo, los chinos parecían haber sacado las consecuencias correctas del fiasco estalinista de finales del siglo pasado y, aparentemente, habían logrado maridar el monopolio político del Estado con la libre iniciativa y la economía del mercado. Incluso habían conseguido hacer de un país tradicionalmente pobre la segunda economía del mundo, enriquecer a millones y millones de ciudadanos y convertir a la muy marxista República Popular en uno de los principales motores de la actual era de bienestar y desarrollo.

Pero visto desde Pekín, la situación tiene otros acentos. El vertiginoso crecimiento y enriquecimiento era en gran parte -una parte demasiado grande- fruto de la apertura del país al capital, tecnología y cooperación extranjera. Y con el dinero, el saber y los técnicos forasteros entraban en el país ideas, mentalidades y apetencias hedonísticas nada chinas. Para un comunista ultra nacionalista de la vieja escuela, y el jefe del Estado y partido -Xi Jinping- es uno así, constituyen incluso auténticos atentados a la misma esencia de la República Popular.

Y el mismo Partido Comunista Chino que relegó la ideología a un segundo plano en el año 2003 para propulsar a galope el desarrollo económico, analiza ahora si no ha llegado el momento de invertir las prioridades. Desde hace más de un año todo apunta a que los puristas van camino de dar ese paso. Un paso que, además, concuerda plenamente con la ideología china tradicional que menosprecia todo lo forastero, todo lo que no es chino.

Síntomas alarmantes de este giro se ven en el súbito incremento del intervencionismo estatal en las grandes empresa; la reintroducción de las células del partido en las grandes y medianas empresas, entes con derecho de veto sobre la marcha de las empresas; las enormes trabas puestas a directivos, técnicos y hombres de ciencia extranjeros empleados en empresas ubicadas en China, incluso si la casa matriz está en el extranjero, etc., etc.

Parejo con esta xenofobia mal ocultada con presuntas precauciones contra la pandemia, hay un despliegue de controles morales e ideológicos sobre las empresas de comunicación y entretenimiento, amén de brotes -aún aislados- de pureza moral. Esto último se ve en la supresión de la promoción de figuras de jóvenes afeminados en los medios de difusión, las listas de los simpatizantes de la libertad sexual, concretamente la homosexual, en las escuelas superiores, la represión política en Hong Kong, etc.

La querencia egocéntrica de la política china es evidente. Pero si aún no es más que una querencia -poderosa y pujante, eso sí- se debe a que los altos mandos de la República y del partido no están seguros de que el desarrollo y enriquecimiento del país son ya lo suficientemente grandes como para emprender una política de aislacionismo y autarquía.

Con otras palabras, si los avances logrados en tecnología punta y electrónica de consumo (como móviles, grandes y diminutos drones, automoción eléctrica, etc.) bastan para impulsar una economía con lagunas enormes en sectores claves como la fabricación de chips, sector en el que la industria China esta lejísimos de Corea del Sur, Taiwán y Japón.

En estos momentos Pekín está sopesando qué le resulta más conveniente; seguir con un aperturismo económico vigilado, o lanzarse a una segunda revolución cultural para reafirmar la supremacía ideológica del Estado marxista. Y si bien los síntomas apuntan en esta última dirección, el enorme pragmatismo que ha dominado la política china de los últimos 40 años obliga a una prudente expectativa.