as dificultades económicas provocadas por la pandemia llevaron a una serie de medidas con las que el Gobierno norteamericano trató de paliar los efectos socioeconómicos del covid, tanto en el desempleo como en el pago de alquileres.

Al principio, en Estados Unidos ocurrió lo que en muchos otros países: la gente aceptó las limitaciones impuestas a su vida diaria, como el aislamiento obligado o el engorroso uso de las mascarillas, cuya efectividad todavía es motivo de debate.

También se introdujeron normas económicas que representaron la ruina para muchos, aunque las ayudas gubernamentales fueron tan generosas que en grupos amplios de población han representado toda una bonanza.

Entre las ayudas estaban hasta hace poco las prestadas a los inquilinos. Las normas para los que podían verse en dificultades de pagar a su casero fueron muy generosas y prolongadas, pues estuvieron en vigor hasta el último día del pasado mes de julio y se habían extendido incluso a personas o familias con ingresos considerables: el tope estaba nada menos que en 99.000 dólares anuales para personas solas, o 198.000 para parejas.

Se tomaron estas medidas porque el Centro para Control de Enfermedades decidió que era peligroso desahuciar a quienes no pagaran sus alquileres, incluso en los casos en que los propietarios tuvieran ingresos más bajos.

En general, las ayudas por los daños económicos provocados por la pandemia han sido muy generosas en Estados Unidos, pues en algunos lugares se han elevado hasta seis mil dólares mensuales, una cantidad que en muchos casos era mayor que los ingresos recibidos por salarios antes de la pandemia.

En el caso de los alquileres, sin embargo, esta ayuda no provenía del Gobierno, sino que era una especie de prestación forzosa por parte de los propietarios que, por su parte, habían de seguir pagando los mismos impuestos y gastos de mantenimiento, sin percibir nada de sus inquilinos.

La medida se fue prolongando repetidas veces y produjo tanto malestar entre los propietarios de viviendas, que la cuestión llegó hasta el Tribunal Supremo. Allí, incluso dos magistrados conservadores votaron en favor de la medida, pero le pusieron el pasado 31 de julio como fecha de caducidad: sería posible, decidieron, prolongar esta situación, pero habría de ser una decisión legislativa, es decir, la responsabilidad caería en los miembros del Congreso.

Los legisladores de ambos partidos se pronunciaron claramente en favor o en contra de estas medidas y el resultado fue claramente negativo a que se prolongase esta situación.

Naturalmente, los congresistas han de responder a la voluntad y deseos de sus votantes, entre los cuales hay propietarios que pusieron sus ahorros en propiedades inmobiliarias y se han quedado ahora sin los ingresos con que esperaban redondear su jubilación.

Es cierto que muchos de los propietarios son grandes empresas, pero tanto para ellas como para los pensionistas que dependen del cobro del alquiler para una jubilación digna, han de seguir pagando hipotecas, gastos de mantenimiento e impuestos sobre el catastro, tanto si perciben ingresos por alquiler como si no.

También hay una cuestión constitucional, pues obligar a los propietarios a renunciar a los alquileres equivale a expropiarlos, algo contrario a la quinta enmienda de la Constitución, donde se estipula que “la propiedad privada no se puede destinar a uso público sin una compensación justa”.

Entre tanto, y a falta de una acción del Congreso, el presidente Biden ha tomado cartas en el asunto y ha extendido por edicto la moratoria de los desahucios, aunque algunos funcionarios de la propia Casa Blanca han reconocido que le pueden faltar justificaciones legales para la medida.

La situación no sería tan difícil si la administración federal y la de los diferentes estados hubieran actuado de manera eficiente al comenzar la pandemia: nada menos que 47 mil millones de dólares están disponibles para ayudar a quienes no pueden pagar sus alquileres, pero esta ayuda se ha quedado encallada en los procedimientos burocráticos, tan a menudo poco eficientes.

La única solución eficiente está en manos de los congresistas, si es que pudieran ponerse de acuerdo en legislar el paro de los desahucios, pero los números no favorecen a los inquilinos en ninguna de las dos cámaras.

En la Cámara de Representantes, porque los Demócratas tienen una tenue ventaja de seis escaños. Y no hay indicios de que la mayoría votaría en favor de renovar la situación de los últimos meses, en el Senado, porque ambos partidos están empatados y el voto de la vicepresidente no sería suficiente para decidir en favor de los demócratas: diez senadores de ese partido han anunciado ya que no votarán en apoyo de la propuesta de Biden.

De momento, a pesar del apoyo que les quiere dar la Casa Blanca de Joe Biden, los inquilinos morosos son vistos cada vez más como okupas en un país donde hay una tolerancia casi nula para esta práctica de conseguir vivienda, pues el Gobierno considera como uno de sus deberes sagrados defender la propiedad privada.