os brotes de histeria abundan y abundaron en la Historia. Casi todos, por no decir la inmensa mayoría, fueron aprovechados por los gobernantes para incrementar su poder. Y con el COVID-19 pasa tres cuartos de lo mismo.

Los antecedentes histéricos se encuentran ya en los comienzos de la Historia, 5.000 años atrás cuando en Mesopotamia veían enemigos en todos los moradores de los Zargos, o cuando los egipcios movilizaban ejércitos contra "los pueblos de la mar". Esto ha seguido como un rosario a través de todos los tiempos y lugares: matanzas étnicas -especialmente centradas en los judíos- que recorrieron Europa del norte al sur desde comienzos de la Edad Media; matanzas confesionales (albigenses, bogomiles, arrianos, protestantes en los países católicos, chiitas a manos de los sunitas y viceversa, etc) amén de las aún más numerosas discriminaciones étnicas o meramente psicóticas, como la caza de brujas de la Edad Media o las guerras de Milosevic en la Yugoslavia del siglo XX.

El panorama es interminable en el tiempo y en el espacio, pero mirado de cerca se reduce a dos componentes básicos. Uno es la ignorancia supina, lindante en la estupidez, que impide a las masas analizar la información que se les transmite. Cualquier noticia alarmante es aceptada sin discernimiento alguno; la psicosis medieval de la brujería es el caso más evidente.

Ahora, con el COVID-19 también se da esta querencia de las masas al pánico. En la Tierra habitamos algo más de 8.000 millones de seres humanos y los muertos por el virus rondan los 400.000. Una mortalidad del 5% de los casos confirmados, o de un 0,5% de la población, no ha exterminado nunca ningún pueblo. Pero el hambre, sí. Y si las medidas sanitarias adoptadas por el mundo rico habrán salvado a unos millares de enfermos, a cambio la quiebra económica la padecerán en el mundo entero cientos y cientos de millones. Las brujas del siglo XXI son los virus del COVID-19.

Y el segundo componente en esa retahíla de psicosis irracionales entran también las reivindicaciones raciales surgidas a raíz de la muerte de George Floyd a rodillas de un policía en Minneapolis. La violencia policial no es una exclusiva de los EEUU y la discriminación -social, más que administrativa- de los negros allá, tampoco. Que lo uno y lo otro se puede y se debe mejorar, es evidente y hasta inevitable, dado que la Constitución estadounidense que proclama que "€todos los hombres nacen iguales€" fue firmada por propietarios de centenares de esclavos; pero que esta necesidad sea motivo de manifestaciones universales no es fácil de entender.

A no ser que la muerte de Floyd y la pandemia del COVID-19 sean aireadas a los cuatros vientos por fuerzas políticas que quieren enturbiar la normalidad social para cambiar el paralelogramo de fuerzas. Ya que por la vía normal no ven o no creen tener opciones de incrementar sus poderes -o, muchas veces, alcanzar alguno- esas fuerzas débiles en los Gobiernos y aún más, las nimias en las estructuras políticas, agitan a las masas para generar situaciones anormalmente tensas con la esperanza de llegar por esa vía a situaciones de inestabilidad que las encumbren al poder por un medio que las estructuras democráticas no permiten.

Y de esos intentos, también rebosa la Historia de todos los tiempos€ para mal nuestro.