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La situación es alarmante para Riad sin ser angustiosa, porque las reservas financieras del país son fabulosas (aproximadamente, 300.000 millones de dólares). Pero la múltiple crisis se produce en el peor momento para el príncipe heredero, Mohamed Bin Salman: justo cuando Arabia Saudí ha de asumir la presidencia de la Conferencia de los G 20 del próximo noviembre

Y si las cosas no cambian radicalmente en los próximos meses -cosa muy improbable-, el príncipe ya no presidirá desde la cúspide de una nación clave en el mercado de los hidrocarburos, sino desde la de un reino con un balance fiscal tan o más negativo que el de cualquier país tercermundista.

Porque a causa de una mal avenida OPEP y una desafortunada gestión de Riad en el desplome de los hidrocarburos, Arabia Saudí ha visto cómo sus exportaciones de petróleo han disminuido un 30% y al mismo tiempo que el precio del crudo se ha reducido un 50%. A esta enorme pérdida de ingresos hay que sumar que la pandemia anulará muy probablemente este año la tradicional peregrinación musulmana a la Meca, cuyos dos millones de fieles aportan año tras año cerca del 20% del PIB saudí.

Toda esta merma financiera se produce justo cuando Bin Salman está emprendiendo una reforma profunda de la sociedad, en la que el crecimiento demográfico enfrenta a la juventud actual con un porvenir de paro perpetuo y el consiguiente descontento. A diferencia de su gran rival en el mundo islámico -Irán- Arabia Saudí carece de una economía diversificada y una industrialización importante capaces de absorber por lo menos en parte a las nuevas generaciones

La guinda de ese pastel de contratiempos saudíes la pone la Turquía de Erdogan, cuyas pretensiones de erigirse en potencia hegemónica del mundo islámico se ven alentadas por el obligado retroceso -por causas económicas- del protagonismo que ha ven ido teniendo Riad en los últimos lustros.